Huellas

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Sé que me encanta la soledad, pero que bonito es también volver a mirar la vida y verla llena de huellas.

Las huellas de una tarde recorriendo Medellín y hablando de Rayuela, el sonido de dos voces desafinadas cantando en un Transmilenio, que me acompañes a caminar hasta Cuba, una conversación infinita en Juan Valdez donde nos damos cuenta que nos parecemos mas de lo creíamos, caminar borrachos por la ciudad dormida, quedar sin voz luego de un concierto de una banda que nunca habíamos escuchado antes, recorrer las calles de una ciudad donde nadie mas habla nuestro idioma.

Quisiera poder recordarlo todo en paz, como quien pinta un cuadro y sabe que cada color valió la pena.

Extrañas soledades

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No porque fuese San Valentín ni porque mi nevera se muriera de hambre, solo extrañaba tanto a los Ojos Amarillos que no resistí el silencio de la Fría Ciudad.

Por eso salí del periódico, luego de un día cero productivo, y en un impulso me bajé en un centro comercial, en vez de llegar directo al apartamento vacío.

Entré al restaurante, que rebosaba de gente y me sentí más sola que nunca. Me senté y se acercó la mesera.

– ¿Espera a más personas?

– Solo a mí misma, ya debo estar que llego – le dije, sonriendo patéticamente, mientras le contestaba una llamada a papá.

Asustada, la mesera dejó la carta sobre la mesa y salió corriendo a atender a alguien más. Las mesas estaban muy pegadas las unas a las otras, las conversaciones ajenas se colaban entre los cubiertos y el mantel.

Un grupo de amigos comentaba su más reciente examen de la universidad, una pareja tan pegajosa como San Valentín y otra que quizás olvidó cuánto se quisieron, una mamá con su hija adolescente hablando de amores y enredos y yo, como un punto en medio del remolino, me aferré a la conversación con papá, que estaba a kilómetros de distancia de aquel lugar.

Entonces la vi, justo en la mesa de en frente. Gorda, cuarentona y sola, comiéndose un helado enorme de chocolate. Ella no se sentía sola, reía al ritmo de la conversación del lado, pareciendo amiga de aquel que nunca le ha hablado. Las cucharas llenas de crema de chantilly llegaban a su boca entre sonrisas como quien ama su soledad acompañada de extraños.

Colgué el celular casi sin dar explicación y lo guardé en el bolso. Una mesera sin cara me entregó mi plato, tomé el tenedor, le sonreí a mi amiga en la mesa del frente y, como saltando dentro del remolino, me uní a las mil voces del lugar.

Al principio me dolían los ojos, como cuando te los aprietas muy duro y la visión se torna negra con figuritas psicodélicas flotando. Pero de repente, comenzaron a aparecer siluetas borrosas. Un par de luces amarillas,  un par de Ojos Amarillos sentados junto a mí, agarrando mi mano con fuerza. Quise decirle algo, pero al instante noté que la mesa se empezaba a estirar, a estirar, a estiraaaaaar.

Aparecieron allí Maravilla y su novio, riendo sin parar como suele suceder cuando se está con ella, y Pokemón, a mi lado, olvidando que alguna vez nos dejamos de hablar. Mamá sonriendo (pero de verdad) al lado de papá, y mis tres hermanos.

Amigo Inocente acompañado de una niña a la que, por fin, aprendió a querer, y My Dear y Culicagado, como los recuerdo 4 años atrás, antes de que el mundo los comiera. Los acordes de una guitarra principiante en algún lugar. Mis primas y tías, incluso la que ya murió, y una gata gris y blanca caminando por entre los pies.

Al final, entre la niebla de la mesa que no paraba de crecer, estaba Isabel, mirándome a los ojos con miedo de haber llegado muy pronto.

Luego, una silueta más, acercándose a mí.

– Señorita, señorita, ¡señorita!

Abrí los ojos un poco más, un delantal, una mirada molesta, un aterrizaje sin previo aviso contra el cemento duro de la realidad.

– Esta es la cuenta. Ya vamos a cerrar.

Noches surrealistas

 

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Tomo las historias de mi vida y las vuelvo un guión. Las acomodo por actos, secuencias y escenas, y todo de repente toma sentido dramático.

Hace algunos días, Ojos Amarillos no podía dormir. Un dolor de cabeza como para partirle la frente nos había obligado a darle una fuerte  medicina. A las tres de la mañana, me tocó el hombro asustado. Me decía que veía cosas, extrañas; una trapeadora limpiando sola el piso de la cocina, una bola fosforescente flotando entre nosotros, la cara de un marciano verde tocando la ventana. Estaba temblando.

Yo no podía más que reirme, la pastilla para el dolor de cabeza había transformado la noche en una surrealista. Le pedía que me contara todo lo que veía y él no parecía muy divertido

Pero entonces, me confesó que mitad de la noche había estado sentado en la sala.

– Amor, ¿qué hacías sentado en la sala?   – le pregunté, mientras prendía la luz del cuarto y lo abrazaba.

– Es que veía a Amigo Inocente ahí, en medio de los dos – me respondió aún sin la certeza de qué era real y qué ficción – quería tumbarme de la cama.

Me reí, qué más podía hacer. Reírme del fino sentido del humor de la vida y de las pastillas surrealistas que no se le pueden dar a Ojos Amarillos.

Pero le di vueltas al tema en mi cabeza a medida que los días pasaban. Luego, entendí. Ahí no estaba Amigo Inocente, pero sí estaba su personaje. Dediqué mi vida a narrarme y las personas no son personas, sino personajes, y los problemas son nudos o puntos de giro, y las sonrisas se transforman en finales de temporada.

Las maletas que cargo en mis manos son historias y quien esté a mi lado, no solo duerme conmigo, también con mis ficciones.

Un año después de algún adiós

Ya pasó un año, un año entero desde aquel adiós. Recuerdo esa noche como si la hubiese grabado en vídeo para verla día tras días.
Estábamos sentados en McDonalds como dos desconocidos. Habíamos pasado la última hora intentando aclarar las cosas pero chocaban nuestras palabras unas contra otras. Yo buscaba alguna solución, no sé él qué haría allí sentado. Pero entonces el silencio se tomó la mesa, un silencio frío, un silencio final; ya no teníamos nada que decirnos, solamente 3 palabras más que él pronunció secamente:
– ¿Nos vamos ya? – dijo, poniéndose de pie y cogiendo su morral.
Me paré de la mesa y caminamos hacia la calle, cruzamos juntos. Se hacía tarde, el frío me hacía temblar debajo de mi delgado saco de lana, por la calles no pasaba ni una sombra. Sin siquiera esperar que llegara mi bus, se despidió con cualquier beso en la mejilla y se fue sin mirar atrás.
Yo lo miré mientras se alejaba, hasta que a su figura se la tragó la oscuridad.

—-
Hace un año la oscuridad de la noche de tragaba su imagen, hoy se la ha tragado el olvido.

Un borrón en mi cuaderno

Hay una canción que me gusta mucho, habla de un señor en un bar.

Él está tomando café tranquilamente y de repente se le acerca una mujer. Ella queda sorprendida cuando él dice no recordarla y le insiste que ellos dos fueron amantes alguna vez, que llegaron a vivir cosas importantes.

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Me temo que lo suyo sea un error,
yo estoy desde hace tiempo sin amor

y el último que tuve fue un borrón en mi cuaderno
Y ella le sigue repitiendo, que él le rogó que no se fuera, que lo vieron llorando por ella de bar y en bar. Pero él le vuelve a decir
Perdón,
no la quisiera lastimar
tal vez lo que me cuenta sea verdad
lamento contrariarla pero yo
no la recuerdo

Así me siento últimamente, necesité algo que me hiriera de corazón para reaccionar. A veces nos atamos demasiado a la historias, yo especialmente al tener delirio de escritora. Pero estar amarrados a eventos que ya se fueron y nunca volverán, no nos permite crear nuevas historias, seguir escribiendo la trama de nuestros días.

Entonces borré todas las fotos, los correos, los comentarios, los amigos en común, las canciones, los escritos y pude oír voces: «Uy, esa vieja si nos está dando demasiada importancia» pero ¿saben? es que ahora soy yo la que tiene que seguir, sus pensamientos estrellan contra mis paredes en blanco.

Esa noche me obligué a salir de la cama, aunque no quería. Me puse un vestido blanco, como los rastros de recuerdos que ya no quedaban y sin historias en la mano, salí a bailar con mis amigas del colegio. Entonces miles de historias nuevas comenzaron de repente.

Mientras decidíamos dónde entrar, en la dirección contraria, aparecieron todos juntos esos amigos que el tiempo se encargó de perder. La típica barrita del colegio, con los que aprendimos juntos a bailar, nuestros primeros novios, las primeras metidas de pata. Incluso Krum estaba entre ellos, y se sintió tan bien volvernos a ver, reírnos del pasado y volver a ser amigos.

Entramos todos juntos a una discoteca, a bailar, a darnos cuenta todo lo que el tiempo nos había cambiado y que al final, éramos los mismos.

Luego, entre la multitud, se cruzó una mirada conmigo. Quedamos paralizados. No teníamos por qué encontrarnos allí.

– ¿Tú qué haces aquí?
– Mas bien, ¿tú qué haces aquí?

y de esa nueva historia y de él, que es más bien Don Prohibido, mejor no hablo mucho 😉

Pero lo que pretendo decir es que no hay nada más absurdo que amarrar con nudos las historias que de nuestra vida ya se han ido. ¡Cuántas nuevas nos están esperando!

Aquellos que estén en las mismas, los reto a borrar. No es tan difícil, comiencen por lo material, luego unan la actitud y cuando oigan ESA canción que les recuerda todo, cierren los ojos con fuerza y dedíquensela al gato 🙂

Nota: No aseguro que borrar historias les vaya a evitar nuevos problemas, pero… ¡nada más rico que estrenar líos!

Nota 2: La canción es Amnesia de Santiago Cruz

Ausencias

Me tapo los ojos con tres manos.

Dos mías

y una que me he inventado


Ha sido un robo

y tú,

temblando,

has amanecido manco


“Yo tengo tu mano”

te dijo en un susurro


Me la he llevado.


No finjas sordera

que tus oídos

así egoístas

así malagentes

aún se conservan


Cansada de caminar entre inventos

he robado tu mano

así,

al menos

las mías

ya no tiemblan

tanto

Reencuentros desafortunados

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Con la oscuridad de las 2 de la mañana encima de las discotecas, las calles agolpadas de gente tomando, unos pocos carros avanzando lentamente entre los estrechos espacios sin multitudes, caminábamos de bar en bar probando los shots más exóticos que encontráramos. Vodka con masmelos, tequila con gelatina, uno verde del que es mejor no preguntar…
Éramos cinco, ninguno estaba cerca a ser un amigo de toda vida, apenas los acababa de conocer, aún así me sentía bien. Estaba en mi ciudad, caminando por lugares que había visto millones de veces, sin esperar nada de la noche de viernes.
Cuando dos de ellos se adelantaron y se alejaron en la oscuridad, los tres que quedábamos seguimos caminando lentamente en medio de la calle, como si no existieran carros, como si no existiera nada más. Hacia nosotros, venía un grupo.
A punto de cruzarnos y pasar de largo, nos reconocimos.
Lo primero que vi, como una imagen borrosa, fue una camisa de cuadros, luego una mano agarrando a otra, lo último su cara.
Quedé petrificada, aceleré el paso por inercia, cuando él reaccionó:
– Hola! ¿Cómo estás? – dijo amablemente, incluso sonriendo un poco
Yo seguí caminando, casi pasé de largo. Luego torcí la cabeza hacia atrás, lo miré y, soltando palabras como ladrillos, le respondí secamente:
– Hola
«Qué tan antipática» supongo que pensó por su manera de mirarme, pero yo aceleré el pasó y no miré hacia atrás. Simplemente agarré del brazo a aquel desconocido que iba conmigo esa noche y lo apreté lo más fuerte que pude. Antes de entrar a la discoteca y viendo que aún no lo quería soltar, me preguntó:
– ¿Era tu ex novio?
– No
– ¿Tu ex cuento?
– No
– ¿Un enemigo?
– No, algo peor – intenté ignorar el nudo que se formaba en mi garganta – un ex amigo.

La pared de los recuerdos

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Imaginé que entraba 15 años después a aquel lugar. Un letrero de «se vende» habría quizás llenado de incertidumbre mi paso por aquella pequeña y sucia calle, la más vieja de la Ciudad Fría. Seguramente miraría algunos minutos la fachada, dejaría que mi mente girara entre remolinos de recuerdos, y luego preguntaría si sería posible echar un vistazo adentro.

Caminaría por entre las mesas rotas, cubiertas de sábanas blancas como en las películas viejas, sentiría el olor a chicha corriendo aun por los pasillos, y luego subiría por aquella estrecha escalera hasta el segundo piso. Seguramente no habría nada allí, solo un lejano anhelo de música viniendo del techo y claro, la gran pared al lado de la ventana cubierta por un plástico negro, el cual yo quitaría delicadamente sin que el dueño se diera cuenta.

Y allí estarían, incrustados aún en la pared, miles de recuerdos de miles de personas en marcador negro.

Por aquí pasaron los tres parceros
El que se enamora pierde
El gobierno no existe
María y Pedro, amor por siempre
Carlos Serrano, algún día te superaré
El profesor de argumentación es gay
Aquí nos volveremos a ver en 1 año.
Recuerdo de la primera mujer de Gacha

y en la esquina de la ventana, borrado por el viento y la lluvia de la ventana abierta, estaría la ilegible la frase que 15 años atrás escribí.

Despierto, estoy aun 15 años atrás. Mi marcador negro tiembla en mi mano mientras miro lo que he puesto en permamente. Mis 2 amigas suman algunas frases más a la pared rayada del bar, esperan los cocteles que hemos pedido.

Intento imaginar, porque se supone que la imaginación lo puede todo, que 15 años después estaré frente a esa pared, forzando mi mente para recordar qué escribí sin lograrlo. Repasaría caras, amores, desamores, besos, nostalgias, alegrías, tristezas… pero sólo vería letras ilegibles.

Pero ese intento es fallido, un fracaso, la imaginación no es un súperhéroe. Sé con certeza que aunque pasen 30 o 70 años, aunque el tiempo llegue como tornado arrasándolo todo, aunque cambien los caminos… sé que nunca olvidaré lo que quedó allí escrito.

Porque yo no soy como esa pared, SOY esa pared rayada de recuerdos con marcador permamente.

Silencio que habla

Me desperté muy temprano para ir a una charla sobre la metáfora en la poesía. A las 2 de la tarde llegué a mi casa tan cansada que caí dormida frente al televisor.

Soñé que estaba en una lectura de poesía junto a Amigo Inocente. Sin saber cómo explicarlo, pues los sueños son una realidad bastante extraña, empezaba a sentir que algo malo se aproximaba.

– Tengo miedo – le decía mirándolo a los ojos

– No te preocupes amiga, todo estará bien

Yo sabía que no sería así.

Él también lo presintía y me abrazó muy fuerte, yo sentía que sus brazos alrededor me protegían, me quitaban el miedo. Pero después de algunos segundos esos brazos se tornaron muros que no me dejaban salir, que me asfixiaban.

Cuando lograba escapar del abrazo, la tierra empezaba a temblar y sin tener tiempo de reaccionar, un viento huracanado me levantaba en el aire y me llevaba lejos de allí, tan lejos que no sabía si algún día podría volver.

Allí fue donde entendí que la metáfora no sólo está en la poesía, pues quebrando con la tiranía de la razón, son los sueños metáforas de la vida misma.

Supe entonces que todo iba cambiando.