Meteorito

El juguete voló a toda velocidad por los aires y golpeó justo la parte de atrás de mi cabeza. Meteorito que levanta polvo y deja un cráter. Como una fiera adolorida, que fue atacada a sus espaldas, saqué mis garras, mis colmillos, agarré al culpable y lo llevé arrastrado a su cuarto. Sus ojos me miraban aterrados mientras cerraba la puerta y lo alejaba de la ira que sentía. Afuera, sola, me senté a llorar en el comedor. Ya sin colmillos ni garras, ya solo piel cansada de días sin dormir y fiebres y caos. Tanto dar y dar y dar. Minutos después salió de su cuarto y despacito llegó hasta mí, se subió a mis piernas, me dijo: distúlpame, mamá. No llores, cálmate mamá. Distúlpame. No dejé de llorar pero lo abracé y le besé el pelito mono. Se bajó y me señaló sus zapatos, vamos, vamos mamá. Los dos solitos, a caminar.

Un fin de semana, ocho instantes de maternidad

Pintura de Joan Miro habla también sobre la maternidad
Joan Miró
  1. El brazo de la bebé ya no sale por la manga. Es muy angosta. Hace dos semanas el vestido le quedaba bien. Le hago daño. Sus alaridos resuenan en el cambiador del centro comercial. Hay que romper el vestido, reventar los hilos rojos y blancos.
  2. El niño lanza un pedazo de pan al café que acabo de pedir. Mira cómo nada, mamá. El niño lanza un pedazo de pan al lago. Mira cómo se lo comen los peces, mamá. Miro nerviosa alrededor.
  3. La mano pequeña del niño aprieta el tubo de crema antipañalitis. La crema se pega en sus dedos, se derrama y mancha el tendido de la cama.
  4. El llanto de la bebé no me deja encontrar el jean bajo las montañas de ropa tirada. Paso minutos y minutos dando vueltas por el clóset, pisando los escombros del día.
  5. Mamá, cárgame, cárgame. ¿Qué me das? Un beso.
  6. El niño me pide que le vuelva a contar la historia del insecto-mariposa-murciélago-que-tiene-pico-y-vive- en-el-árbol.
  7. En la bañera caben los dos. Conversan por primera vez. Sonríen y luego lloran.
  8. El niño se recuesta en el mueble del balcón de los abuelos, pronto llegará el atardecer. Deja salir un suspiro: Voy a disfrutar el día, dice.

Libros al futuro

Hoy empecé a leer un libro que llevaba trece años esperando en mi biblioteca. Lo compré en una librería de segunda en Bogotá, recuerdo perfecto el momento: un centro comercial oscuro, una vitrina vieja y sucia rodeada de otras vitrinas iguales, todas con libros empolvados arrumados hasta el techo. Un señor delgado con bigote gris, camisa de cuadros azules, un palito en su boca, vale quince mil. Se lo dejo en doce para que lo lleve de una vez.

Me acompañaba un amigo, del que tampoco sé nada hace tiempo, que insistía que ese libro me encantaría. Metí la mano al bolsillo del jean, jugué indecisa con los billetes arrugados, sabía que si lo compraba tendría que irme caminando a casa.

Caminé a casa, una hora entre la llovizna, los rostros ocultos, los camiones que hacían saltar agua hasta la acera donde caminaba yo y conmigo el libro. Llegué mojada al apartamento donde vivía sola, me quité los zapatos y la chaqueta, acaricié al gato, puse con cuidado el libro en la biblioteca.

Me demoré trece años en volver a tomarlo.

Hoy no llueve. El sol cae sobre la ciudad, entra a golpes a la sala del apartamento y la pinta de amarillo. Mi hijo se recuesta en mi hombro, otro gato se acomoda en su camita, la bebé por fin se ha dormido en el coche y yo cierro un momento el libro y lo pongo sobre mis rodillas. Pienso en las Verónicas que he sido, regadas en tantos años, eligiendo libros que no saben cuándo leerán.

Pienso en esa chiquita, caminando a casa. Las gotas heladas sobre su cabello, los bolsillos vacíos de dinero. Le doy las gracias. Vuelvo a abrir el libro.

Aurora

La miro y siento que la he visto antes. En otro tiempo, en otro lugar. Le gusta que le hable, aunque apenas tenga dos meses, sonríe con la boca muy abierta y yo siento que la he visto antes, juro que la he visto antes. No me pasó con Gabriel que llegó una mañana de diciembre y era tan nuevo, tan mono, tan ojiazul, tan una cosa que jamás habría podido inventarme. Gabriel miraba los árboles, las sombras, los ojos de los gatos.

Ella en cambio me mira y me mira, y creo que también siente que me ha visto en algún lado. Luego duerme toda la mañana, las manos extendidas sobre la cama, y yo la sigo mirando a ver si me acuerdo dónde fue que la vi.

Quizás es porque nos parecemos un poco o, mejor dicho, la bebé que fui se parece a ella. He pasado la vida, sin sospecharlo, repasando su rostro en álbumes de fotos reveladas de rollo y videos de VHS. Hace unas semanas papá me mandó una foto: mi abuela con una bebé entre los brazos. Mi abuela me carga a mí y al mismo tiempo a la hija que tendré 33 años después.

Qué extraño que ahora nos parecemos tanto pero seguirá andando la vida y cada día será más ella. Le dolerán cosas que no me dolieron a mí y la harán reír otras que tampoco, y la vida se irá dibujando en su rostro como un mapa diferente al mío.

Intimidad

El puente está quebrado, la madera podrida, las cadenas de los columpios se han reventado. Gabriel no nota nada de esto, juega y salta entre los escombros. En una esquina del parque, sentada en el pasto, hay una mujer, quizás menor que yo, quizás de mi misma edad, con el uniforme de algún almacén. Me mira, mira a Gabriel y sonríe.

—Es muy hábil —me dice mientras él intenta subirse al columpio dañado—. ¿Cuánto tiene?

Le digo que en tres meses cumple dos años, ella asiente y baja la mirada a su celular. Gabriel ahora se quiere trepar por las escaleras deshechas y yo lo persigo, le tengo los pies, me río con él. Noto que ella nos mira de nuevo.

—Yo también tengo una niña, pero tiene dos años y medio —saca el celular y me la muestra despeinada y mueca en su fondo de pantalla. Le digo que es hermosa.

Nos quedamos calladas.

—¿Es muy diferente? —le pregunto tomando turnos para mirarla a ella y a Gabriel—. ¿Los dos años y medio?

—Mucho, la mía dejó el pañal y la leche materna, en estos meses crecen un montón.

Gabriel repite la palabra ‘montón’ sin dejar de mirar sus manos en las escaleras que llevan al lisadero. Las dos nos reímos. Un viento que anuncia la lluvia comienza a a soplar.

—¿Y todavía le das leche? —me pregunta.

—Todavía —me río—, es muy difícil quitársela, Gabriel ama la teta.

Gabriel repite la palabra ‘teta’ al tiempo que se lanza por el lisadero y aterriza en el lodo. Ella sonríe, dice que me entiende. Yo pienso en las pocas personas a las que les podría decir esa frase sin que me miraran con extrañeza. Gabriel me estira los brazos, lo cargo apoyado en mi cintura.

—Yo a mi hija le expliqué muchas veces que la teta se iba a ir pronto —los tres nos sentamos en la silla de madera—, y luego por las noches le empecé a cantar y a acariciar las manos. Ella me pedía: mami, teta y yo le decía que la teta estaba cansada, muy cansada. Ella me miraba y te juro que me entendía.

—Te creo.

Los ojos se me han llenado de lágrimas, siento algo de vergüenza.

—¿Y a ti te dolió despedirte?

Noto sus ojos rojos mientras asiente.

—Pero ahora me pide: mami, mami, otra canción. Ya se duerme con mi voz en vez de la leche.

La lluvia ha comenzado a caer y Gabriel no tiene saco, me afano a a buscarlo en la pañalera mientras ella toma su bolso, lo pone en su hombro y se despide.

Le digo gracias pero no alcanzo a decirle por qué. Abrazo a Gabriel, corremos a buscar un techo bajo el cual resguardarnos y él se ríe, cree que estamos aún jugando.

Pájaro libre

Una niña baila libre en la pista, entre las luces rosas y azules. Lleva una corona de flores en el pelo y un vestido que cuando da vueltas flota en el aire. Yo la miro desde mi mesa, desde mis tacones que me aprietan y mi esposo que no quiere bailar. Sus manos se mueven como pájaros, en sus ojos se siente la niña mágica. Ella no se da cuenta de que la miro y aún así su presencia me hace la pregunta: ¿hace cuánto no eres así, feliz de verdad?

Mamá, mamá, mamá

Mamá, mamá, grita desde atrás de la puerta del estudio, también golpea con sus puñitos la madera. Papá le dice que mamá está escribiendo, él no sabe qué es eso pero de algo le sirven las palabras y retrocede. Retrocede él pero su voz, con las palabras nuevas, nuevitas que carga desde hace apenas semanas, aún sigue llegando hasta el estudio. Oigo: Papá, Uva. Papá, agua. Papá, Teta. Mi esposo se ríe. Yo desde aquí también. Papá no tiene teta, tiene tetilla. Él también se ríe y, aunque no puedo verlo, sé que alza su camiseta para mostrarle a papá que él también tiene tet-lla. 

Me intento concentrar de nuevo, noto el ventilador que cruje, el viento que empuja suave la cortina de tela barata, el párrafo incompleto, pero no puedo evitarlo, salta mi oído la puerta otra vez, lo oye balbuceando mientras mi esposo llama a su madre por videollamada. Sé que no la escucha. Sé que vió la taza de tinto de papá porque oigo el agghh de asco que le enseñamos que hiciera para que dejara de intentar tomar café. Sé que vio el triciclo porque dice desesperado el bruhnma, bruhnma, quiere salir a pasear.

Me obligo por tercera vez a regresar, a volver a mis letras en el estudio cerrado. El ventilador que cruje, la cortina barata, el rasguñar del lápiz en la hoja, el aire que sale de mi nariz.  

Afuera una puerta más pesada se cierra, ahora escucho su voz saltarina en el pasillo. Suena la goma de sus zapaticos contra el suelo y el piiin del ascensor. Suena un Ven Gabriel que se va el ascensor sin nosotros, de mi esposo. 

Me voy con ellos, me quedo aquí conmigo. Eso debe significar ser mamá.

Enredaderas

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El jardín de Otraparte es una pequeña selva verde de enredaderas y árboles que dan sombra, un camino de piedras gira alrededor de la la fuente y de las cabezas de las gárgolas cae el agua. Ayer dormí tan poco, pienso mientras la observo.

Gabriel salta entre las piedritas, saluda a la estatua de la vaca, mete las manos en la fuente y señala el pajarito amarillo que se ha posado en la rama, y yo siento que la selva gira sobre mí, que solo existimos el niño y yo, y los pajaritos. El museo está cerrado porque es festivo, nadie camina cerca, ni siquiera se escuchan los pitos de los carros allá afuera, detrás de las ramas, en la avenida.

Me siento en la banca de madera y Gabriel se acerca a mí. «Ate» me pide, señalando mi pecho. Yo lo tomo entre los brazos, me levanto la camisa negra de hacer ejercicio y lo dejo que tome leche. Luego cierro los ojos.

Dentro de la oscuridad de mi mente se cierran también los árboles, dejan afuera el sol; escapan las gárgolas de la fuente, se van a volar con los pajaritos amarillos. La enredaderas comienzan a rodear mis pies, mis vientre, mi pecho, su pequeña cabeza recostada allí.

No existe nadie más que nosotros dos.

Maravillosa

Es el tercer día del año, el sol cae sobre la mesa de madera en donde leo a Borges, a Lorca, a Pizarnik. Ya se me ha acabado el café con leche y en la mesa del lado un grupo de mujeres hablan sobre sus borracheras de año nuevo y también de cocinar para la abuela. La escucho mientras preparo el primer taller de poesía del año, y voy entrando de nuevo a mi cuerpo. Eso siempre tiene la poesía, me paso la vida dos pasitos fuera de mí y luego, con versos, vuelvo a entrar.

Vuelvo a sentirme la Verónica que sí es.

Pedacito de historias

Duerme la ciudad mientras yo te miro, chiquito, con el reflejo de luz pequeñita de la lámpara que dejamos en el piso. Estiras tus piernas, agarras entre la boca mi pezón, sueltas un suspiro, cierras tus manos formando un puño y, de vez en cuando, abres los ojos para ver si te sigo mirando.

Y yo te miro, pedacito de manos largas, orejas dobladas, pelo mono, ojos que quién sabe si seguirán siendo azules, y recuerdo que desde que naciste, segundos después de enviar tu primera foto entre los chats de familiares y amigos, han querido darle dueño a tus pedacitos. Han dicho que tus ojos son los de tu papá, las manos largas de tu tía, las orejas dobladas como empanadas de la abuela. Hablan de tu pelo, de tu sonrisa, de los hoyuelos en tus mejillas. Y también de la puntita de la nariz, lo único en lo que te pareces a mí.

Sí, quizás eres pedacitos de orejas, dientes, pieles, mocos, ojos de tantas generaciones. Pero también, he pensado esta noche mientras la ciudad duerme, eres pedacitos de nuestras historias. De las que fueron y las que no.

Eres el encuentro en un ascensor, una mano en la cintura bailando merengue, eres un tiquete de avión a Inglaterra, un poema empezado, eres todo lo que pasó y lo que no pasó, eres el silencio de una noche de pandemia. Eres también mis papás con diecisiete años conociéndose en una fiesta de Halloween, las calles rojas de Riosucio en Carnavales y los guayacanes florecidos de Medellín, eres mi abuela escondida detrás de la cortina del balcón espiando al abuelo, mi bisabuelo vendiendo chocolates a lomo de mula de pueblo en pueblo, tu bisabuelo que vigilaba los bosques.

Tanto tuvo que pasar para que esta noche tus ojos durmieran sobre mi piel. Que casi no fuiste, que eres ahora. Que te miro hoy, irreal aún, y te veo en la piel los poemas, los guayacanes amarillos, los balcones, los chocolates, los bosques, las calles…

Y, aunque la lámpara alumbre poco y ya sea tiempo de dormir, me quedo un rato más recorriendo los caminos aún en blanco. Imagino las historias con las que tú mismo rayarás tu piel.