El desamor literario

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Hoy, cuando acomodada en el sofá de mi casa, llegué a la última línea de Matar a un ruiseñor y lo cerré con dolor, como se cierran los mundos que no quieres abandonar, pensé que terminar un libro se parecía mucho a terminar un amor.

Uno se queda ahí quietecita, con el pobre libro cerrado entre los brazos y la mirada fija en algún punto de la sala, pero sin mirar nada en específico.  Y así, justo cuando se acaba la historia y no se está listo todavía para llorar, a uno le da por querer recordar cómo empezó todo.

Hace un poco más de un año decidí que pasaría mi cumpleaños número 25 completamente sola. Compré los pasajes de tren, y viajé hasta un pueblo pequeñito de Inglaterra llamado Lyme Regis. Me gustaba la idea de caminar por un lugar donde nadie supiera que yo era la que estaba cumpliendo años.

Lyme Regis me hacía sentir algo que no podía entender. El centro no tenía más de dos cuadras y frente a él estaba el mar. Creo que el mar inglés tiene algo que impacta demasiado la mente suramericana, porque es frío, gris y nublado. Porque no se parece a las playas de Cartagena, de palmeras de color amarillo y vendedores ambulantes. Porque para mí el mar nunca había significado silencio. Pararse en el muelle de piedra era ver cómo la niebla se iba tragando los poquitos barcos que flotaban entre las olas.

Cuando hizo demasiado frío para seguir mirando el mar, decidí entonces recorrer el pueblo. Pasando el pequeño museo, las lámparas de caracol y un par de restaurantes, encontré una librería de segunda. Una de esas que detienen un poquito el corazón de una lectora romántica como yo. El techo bajo, el olor a humedad, el piso de madera que traquea, los libros de ediciones tan viejas que las portadas se deshacen entre los dedos, unas escaleras que te llevan a un pequeño desván donde guardan las revistas que ya nadie lee. Donde la gente habla más bajo y nadie sabe bien por qué.

En esas librerías he aprendido que lo mejor es esperar. No preguntarle al viejito abrumado por la venta de libros que espera detrás del counter, ni siquiera buscar ese título que alguien te recomendó hace años. Solo pasear muy despacito los dedos por los lomos, sentarse en el suelo y sacar los libros del estante de abajo, o pararse de puntitas y tomar al azar el libro que las manos no alcanzan. Así pasé horas buscando mi regalo de cumpleaños, como se busca un amor, sin abrir mucho los ojos, llenando los dedos de polvo.

Aunque apenas fueran las cuatro de la tarde, afuera comenzaba a oscurecer y las voces de la gente se iban convirtiendo en susurros. Como nunca me acostumbré a perder el sol tan pronto, quise salir del lugar, con las manos vacías. Y fue cuando lo vi.

Yo no sé si uno siempre se acuerda la primera vez que vio a la persona de la se va a enamorar. Se recuerda un día, una noche, una hora, pero no siempre el primerísimo instante. Uno nunca dice  oh sí, recuerdo el primer pedazo de codo que se atravesaste en esa fiesta, o Tú eras el hombro asomado desde el asiento del copiloto, ese que me enamoró. Pero en cambio a él lo recuerdo desde la primera vista.

Alguien lo había dejado abandonado de la sección de libros de arte. Quizá había estado apunto de comprarlo  y se había arrepentido en el último momento. Sonreí. No me hizo sonreír el título o la edición, sino la manera en la que se veía tan pequeñito al lado de los tomos grandes de pasta dura e imágenes pesadas. Parecía casi como si quisiera escapar, o resbalarse un poquito y caer dentro de la caja de revistas de manga. Lo entendí un poco, los libros de arte parecían tener un aire demasiado soberbio, además cualquiera estaría asustado si lo hubiesen dejado apoyado contra El Grito de Munch.

Pagué entonces 2.50 libras por el rescate, lo guardé en la maleta y salí en busca del tren que me llevaría de vuelta a casa.

La gente se equivoca cuando piensa que los que compramos muchos libros vivimos leyendo todo el tiempo. Es solo que de repente, después de años de haberlo comprado, después de que el libro pasó del fondo de una maleta, a los estantes de la biblioteca de estudiante en Bath, a la pieza pequeñita en Londres, a la bodega del avión de vuelta a Colombia, a la estantería que dejé abandonada en casa, una noche lo vuelvo a ver.

Y recuerdo dónde nos conocimos, y abro con cuidado la primera página, leo la primera línea, y la segunda, y la tercera… y de repente he decidido que ese es el rinconcito en el que me quiero acurrucar.

Sylvia Plath y tu abuela

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Tu abuela murió el mismo día que encontramos la casa de Sylvia Plath. Tú estabas más callado que nunca mientras recorríamos de la mano el barrio cercano a Primrose Hill, en Londres. Desde que tu celular había sonado a las siete de la mañana no habías dicho demasiadas palabras. Yo tampoco tenía muchas.

Parados lado a lado, frente a la placa que decía que en esa casa había vivido alguna vez la escritora con la que me había obsesionado los últimos meses, recordé que yo solo había visto a tu abuela una vez, hacía más de un año.

Me había parecido una mujer muy intimidante. Dirigía la reunión familiar en tu finca como una orquesta, con esa fuerza que tienen las mujeres del campo colombiano, esa que yo no tengo. Todo se movían a su ritmo, distribuyendo las piezas, arreglando el almuerzo, pegándole al perro que mordía los muebles por décima vez.

Todos sabían cuál era su papel. Yo estaba perdida. Tropezaba contra las ordenes, intentaba acariciar al perro que me ignoraba, me quedaba quietecita en la silla Rimax, con las piernas que sudaban y se pegaban al plástico, preguntándome si sería posible concentrarme lo suficiente para hacerme invisible.

Tú ya me habías hablado de ella. Titi y el café cargado. Titi y los sudados de pollo que extrañabas siempre que estabas lejos de la ciudad. Titi y su obsesión por pedir crédito hasta de un millón de pesos en la carnicería del pueblo cada vez que sus nietos venían a visitar. Titi y su desprecio por las novias de sus nietos, esas bien malcriadas por la ciudad, las que no se ofrecían a ayudar, no lavaban un plato y ni sabían cómo cortar una cebolla. Básicamente, las novias como yo.

Tenía que hacer algo para solucionar esto. Me levanté de la silla, la piel de mis piernas quiso poner algo de resistencia. Caminé como mareada hacia la casa, pasando por el bordito de la piscina. El perro ladró, tu papá prendió el televisor. Asomé la cabeza a la vieja cocina, mientras me tragaba toda mi timidez. En la olla grande se cocinaba despacio el sancocho del almuerzo, y la casa se llenaba de aroma a papa y caldo de pollo. Ella, de espaldas, supervisaba cada cosa con ojo de halcón.

El nudo en la garganta, el cólico que había decidido llegar hoy, la voz que no quiere salir, el miedo de que se volteara y me encontrara ahí mirándola. Tenía que hablar, tenía que hablar ya.

«¿Te puedo ayudar en algo?» le dije, con esa voz dulce de mi mamá me enseñó a ser buena y la sonrisa tímida.

Ella se volteó, sonrió un poco, viéndome ahí flaquita y blanca, temblando en el marco de la puerta.

«Tranquila mijita, esto acá ya está casi listo.» dijo, y se volteó de nuevo.

Yo me quedé un par de segundos más, sin saber qué hacer. Luego di la vuelta, pasé por el televisor que veía tu papá, y al lado del perro que seguía ladrando, y me senté de nuevo en la silla blanca Rimax.

El sol del medio día rebotaba contra el agua de la piscina, y tú y tu hermano jugaban waterpolo.