Miguel

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Ahogada de multitudes y luces, extrañando los Ojos Amarillos, salí hasta la puerta de la discoteca.  Me senté en una acera a mirar los disfraces de Halloween. Yo, una pitufa con la mitad de la pintura azul ya caída y los ojos perdidos entre las multitudes.

Frente a mí, un grupo de rockeros, típicos pelilargos sin bañar, se preparaban para irse a otro lugar. Caminaron un poco, alejándose y luego, de golpe, uno de ellos se devolvió.

– Hola, te he estado mirado – le dijo a esta pobre niña que aún no aterrizaba – ¿cómo te llamas?

Le dije mi nombre y le pregunté el suyo sin mucho interés, me ofendía que interrumpiera mi momento autista.

– Miguel, mucho gusto.

Mi expresión de indiferencia cambió de inmediato, la posible visita de la ficción me sacó una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Miguel? ¿en serio te llamas Miguel? – el rockero pelilargo me miraba extrañado – ¿Miguel?

Finalmente decidió decir que sí, que en serio se llamaba Miguel (aunque ya era bastante evidente y no tuviese sentido repetir)  mientras yo saltaba de la felicidad por toda la acera.

– ¿Qué tiene que me llame Miguel? – me preguntó, aún esperando alguna respuesta que explicase mi comportamiento bipolar.

Sonreí cual niña de 6 años.

– Así se llama el personaje del guión que estoy escribiendo – le dije con los ojos brillantes

Él alzó los hombros orgulloso de llamarse como mi adorable personaje, o quizás preguntándose algunas cuantas cosas más, y entonces le pregunté dónde vivía (Contexto: en la Fría Ciudad uno no pregunta eso)

– Eh… – me miró confundido, demorándose algunos segundos en responder – en la 156 con no-sé-qué…

y mi mirada cambió, los ojos perdieron el interés.

– Ah no, por ahí no vive mi personaje.

Indignada me puse de pie, le di la espalda y volví a entrar a la discoteca.

El pobre rockero, desde la acera, me miraba perplejo mientras me alejaba.

– ¿Qué le pasó? – le preguntó el amigo, entre carcajadas, dándole una palmada en la espalda –  ¿por qué me lo rechazaron?

Él permaneció paralizado.

– Creo que no soy Miguel

Y los amigos decidieron que esa noche no habría más alcohol para él.

Noches surrealistas

 

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Tomo las historias de mi vida y las vuelvo un guión. Las acomodo por actos, secuencias y escenas, y todo de repente toma sentido dramático.

Hace algunos días, Ojos Amarillos no podía dormir. Un dolor de cabeza como para partirle la frente nos había obligado a darle una fuerte  medicina. A las tres de la mañana, me tocó el hombro asustado. Me decía que veía cosas, extrañas; una trapeadora limpiando sola el piso de la cocina, una bola fosforescente flotando entre nosotros, la cara de un marciano verde tocando la ventana. Estaba temblando.

Yo no podía más que reirme, la pastilla para el dolor de cabeza había transformado la noche en una surrealista. Le pedía que me contara todo lo que veía y él no parecía muy divertido

Pero entonces, me confesó que mitad de la noche había estado sentado en la sala.

– Amor, ¿qué hacías sentado en la sala?   – le pregunté, mientras prendía la luz del cuarto y lo abrazaba.

– Es que veía a Amigo Inocente ahí, en medio de los dos – me respondió aún sin la certeza de qué era real y qué ficción – quería tumbarme de la cama.

Me reí, qué más podía hacer. Reírme del fino sentido del humor de la vida y de las pastillas surrealistas que no se le pueden dar a Ojos Amarillos.

Pero le di vueltas al tema en mi cabeza a medida que los días pasaban. Luego, entendí. Ahí no estaba Amigo Inocente, pero sí estaba su personaje. Dediqué mi vida a narrarme y las personas no son personas, sino personajes, y los problemas son nudos o puntos de giro, y las sonrisas se transforman en finales de temporada.

Las maletas que cargo en mis manos son historias y quien esté a mi lado, no solo duerme conmigo, también con mis ficciones.

Ojos Amarillos

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Ellos, supongo, se habían cansado de escribir. Aún siendo 10 dedos, o 20 si se quieren sumar los de los pies, el trabajo les parecía excesivo. Esculcaban el vacío; las historias contadas tantas veces ya no tenía sentido, las canciones se habían ido en trenes de otros tiempos. Estaban las uñas llenas de cal.

Entonces llegaron unos ojos amarillos, así, de repente. Era un día amarillo y yo quería compartir una canción y se la mandé a él. De la canción surgieron más canciones, luego correos, llamadas… y de repente, estábamos escribiendo juntos. A Él también le gustan las historias, y ve el mundo como la trama enmarañada de un relato, y de repente yo le podía mandar un mensaje diciéndole: «Aquí me siento invisible… nadie me ve» y él, estando a más de 400 kilómetros me decía: «Yo te veo»

Las historias se volvieron una sola. Yo le dictaba mientras mis uñas iban sanando, y él copiaba por los dos, sanando los miedos a la vida, al amor, a compartir las luces amarillas con alguien más.

Entonces el mundo no parece tan plano, en las noches me cuenta cuentos de dinosaurios y camas flotantes, a veces en las tardes nos sentamos a mirar ancianas cansadas de la vida y yo le digo:  esa seré yo en el entrecruce de los tiempos. Él se queda esperando a que un viejo de ojos amarillos aparezca junto a ella, arrugado y encorvado.  Por las noches, cuando la ciudad no quiere mirar, nos escondemos entre pájaros de origami.