Mamá, mamá, mamá

Mamá, mamá, grita desde atrás de la puerta del estudio, también golpea con sus puñitos la madera. Papá le dice que mamá está escribiendo, él no sabe qué es eso pero de algo le sirven las palabras y retrocede. Retrocede él pero su voz, con las palabras nuevas, nuevitas que carga desde hace apenas semanas, aún sigue llegando hasta el estudio. Oigo: Papá, Uva. Papá, agua. Papá, Teta. Mi esposo se ríe. Yo desde aquí también. Papá no tiene teta, tiene tetilla. Él también se ríe y, aunque no puedo verlo, sé que alza su camiseta para mostrarle a papá que él también tiene tet-lla. 

Me intento concentrar de nuevo, noto el ventilador que cruje, el viento que empuja suave la cortina de tela barata, el párrafo incompleto, pero no puedo evitarlo, salta mi oído la puerta otra vez, lo oye balbuceando mientras mi esposo llama a su madre por videollamada. Sé que no la escucha. Sé que vió la taza de tinto de papá porque oigo el agghh de asco que le enseñamos que hiciera para que dejara de intentar tomar café. Sé que vio el triciclo porque dice desesperado el bruhnma, bruhnma, quiere salir a pasear.

Me obligo por tercera vez a regresar, a volver a mis letras en el estudio cerrado. El ventilador que cruje, la cortina barata, el rasguñar del lápiz en la hoja, el aire que sale de mi nariz.  

Afuera una puerta más pesada se cierra, ahora escucho su voz saltarina en el pasillo. Suena la goma de sus zapaticos contra el suelo y el piiin del ascensor. Suena un Ven Gabriel que se va el ascensor sin nosotros, de mi esposo. 

Me voy con ellos, me quedo aquí conmigo. Eso debe significar ser mamá.

Enredaderas

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El jardín de Otraparte es una pequeña selva verde de enredaderas y árboles que dan sombra, un camino de piedras gira alrededor de la la fuente y de las cabezas de las gárgolas cae el agua. Ayer dormí tan poco, pienso mientras la observo.

Gabriel salta entre las piedritas, saluda a la estatua de la vaca, mete las manos en la fuente y señala el pajarito amarillo que se ha posado en la rama, y yo siento que la selva gira sobre mí, que solo existimos el niño y yo, y los pajaritos. El museo está cerrado porque es festivo, nadie camina cerca, ni siquiera se escuchan los pitos de los carros allá afuera, detrás de las ramas, en la avenida.

Me siento en la banca de madera y Gabriel se acerca a mí. «Ate» me pide, señalando mi pecho. Yo lo tomo entre los brazos, me levanto la camisa negra de hacer ejercicio y lo dejo que tome leche. Luego cierro los ojos.

Dentro de la oscuridad de mi mente se cierran también los árboles, dejan afuera el sol; escapan las gárgolas de la fuente, se van a volar con los pajaritos amarillos. La enredaderas comienzan a rodear mis pies, mis vientre, mi pecho, su pequeña cabeza recostada allí.

No existe nadie más que nosotros dos.