Soñé que era el último día de colegio. Nos asomábamos por la ventana del salón y escuchábamos los gritos de alegría escapar de los demás salones, mientras un montón de bombas de colores se perdían en el cielo. Era el último día, el último. La profesora pasaba por cada puesto repartiendo un poema de despedida. Nos mirábamos las caras, los papeles de evaluaciones que nunca volveríamos a ver regados por el suelo, los zapatos rojos y la falda de cuadros…
Esa sensación de estar parada en un momento que jamás volverá a suceder, que pasarán siete años y estaremos sentados en una oficina, escribiendo sobre un sueño en vez de trabajar, se me ha quedado pegada a la piel. Porque la vida nunca será así clara con los finales y los principios, como en el último día de colegio donde se sabe con certeza en ese momento no se va a repetir, nunca, nunca, nunca. Porque jamás volverás a estar sentada frente a un tablero, con la falda de cuadros y los zapatos, y un corazón que quiere salir huyendo.
Quizás me hacen falta esos finales, esa sensación de que la vida es una serie con final de temporada y luego un largo verano, no una repetición de días y días, no una repetición de días y días, no una repetición de días…