
No porque fuese San Valentín ni porque mi nevera se muriera de hambre, solo extrañaba tanto a los Ojos Amarillos que no resistí el silencio de la Fría Ciudad.
Por eso salí del periódico, luego de un día cero productivo, y en un impulso me bajé en un centro comercial, en vez de llegar directo al apartamento vacío.
Entré al restaurante, que rebosaba de gente y me sentí más sola que nunca. Me senté y se acercó la mesera.
– ¿Espera a más personas?
– Solo a mí misma, ya debo estar que llego – le dije, sonriendo patéticamente, mientras le contestaba una llamada a papá.
Asustada, la mesera dejó la carta sobre la mesa y salió corriendo a atender a alguien más. Las mesas estaban muy pegadas las unas a las otras, las conversaciones ajenas se colaban entre los cubiertos y el mantel.
Un grupo de amigos comentaba su más reciente examen de la universidad, una pareja tan pegajosa como San Valentín y otra que quizás olvidó cuánto se quisieron, una mamá con su hija adolescente hablando de amores y enredos y yo, como un punto en medio del remolino, me aferré a la conversación con papá, que estaba a kilómetros de distancia de aquel lugar.
Entonces la vi, justo en la mesa de en frente. Gorda, cuarentona y sola, comiéndose un helado enorme de chocolate. Ella no se sentía sola, reía al ritmo de la conversación del lado, pareciendo amiga de aquel que nunca le ha hablado. Las cucharas llenas de crema de chantilly llegaban a su boca entre sonrisas como quien ama su soledad acompañada de extraños.
Colgué el celular casi sin dar explicación y lo guardé en el bolso. Una mesera sin cara me entregó mi plato, tomé el tenedor, le sonreí a mi amiga en la mesa del frente y, como saltando dentro del remolino, me uní a las mil voces del lugar.
Al principio me dolían los ojos, como cuando te los aprietas muy duro y la visión se torna negra con figuritas psicodélicas flotando. Pero de repente, comenzaron a aparecer siluetas borrosas. Un par de luces amarillas, un par de Ojos Amarillos sentados junto a mí, agarrando mi mano con fuerza. Quise decirle algo, pero al instante noté que la mesa se empezaba a estirar, a estirar, a estiraaaaaar.
Aparecieron allí Maravilla y su novio, riendo sin parar como suele suceder cuando se está con ella, y Pokemón, a mi lado, olvidando que alguna vez nos dejamos de hablar. Mamá sonriendo (pero de verdad) al lado de papá, y mis tres hermanos.
Amigo Inocente acompañado de una niña a la que, por fin, aprendió a querer, y My Dear y Culicagado, como los recuerdo 4 años atrás, antes de que el mundo los comiera. Los acordes de una guitarra principiante en algún lugar. Mis primas y tías, incluso la que ya murió, y una gata gris y blanca caminando por entre los pies.
Al final, entre la niebla de la mesa que no paraba de crecer, estaba Isabel, mirándome a los ojos con miedo de haber llegado muy pronto.
Luego, una silueta más, acercándose a mí.
– Señorita, señorita, ¡señorita!
Abrí los ojos un poco más, un delantal, una mirada molesta, un aterrizaje sin previo aviso contra el cemento duro de la realidad.
– Esta es la cuenta. Ya vamos a cerrar.