Historias en una tienda de ropa

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Es definitivo, soy la peor vendedora de la tienda. Varias veces he tenido la misma conversación con el administrador:

– Ausencia – me llama, alzando la voz, mientras yo intento huir a la bodega – explícame por qué el cliente llevó un pantalón y no tres…
– Es que – le digo, bajando los ojos al piso para no chocarme con su mirada inquisidora – no puedo evitarlo, veo en los clientes a mi madre reflejada…

El cruza los brazos esperando alguna explicación más coherente…

– Imagínate que no tenga la suficiente plata, o que la tarjeta de crédito esté al límite…
– Eso es problema del cliente, ¡no tuyo!

Mis explicaciones usualmente son en vano, ni les hablo del día en que intenté explicarle que en serio pensaba que el cliente solo necesitaba un pantalón y yo para qué le iba a meter otros dos.

Supongo que viven un poco frustrados conmigo, una vendedora que se jure todo el tiempo metida en una historia, es un problema bastante serio. Un día en que me mandaron a limpiar las vitrinas del almacén, me terminé jurando maniquí y pasé dos horas sentada como una idiota, con trapo en mano y mirada congelada mientras la gente del centro comercial me miraba con curiosidad…

– ¡Ausencia, ese vidrio ya está lo suficientemente limpio!

O el día en el que un cliente llegó a comprar un par de camisas que yo le ayudé a escoger. Al final le habían quedado bien una blanca y una negra. Lo admito, él cliente era tan lindo que yo estaba un poco embobada. Por eso, cuando mi jefe lo vio salir por la puerta sin ningún paquete en mano, se me acercó con los brazos cruzados

– ¿Me vas a explicar?
– Cómo esperas que no lo deje ir – le digo encogiéndome de hombros – si cuando menciona que se tiene que irse y yo lo intento detener, me dice: recuerda, me llamo Dante…
– ¿y?
– ¡Vamos, Dante! El escritor… La divina comedia… ¡DANTE!

En fin, él y yo somos un caso perdido, igual que yo y el consumismo. Y mi madre me pregunta todos los fines de semana:

– Explícame por qué sigues allí…

Yo me quedo callada, a veces me invento que es para no morirme de aburrición los fines de semana, para ganar un poco más de plata, para aprender a ser responsable… pero, ¡qué nos vamos a decir mentiras!

Me decidí quedar el día en el que el maniquí me confesó entre susurros que se sentía solo.

El cisne negro

Salí llorando de la película.
Caminé a través de las solitarias calles y a medio camino comenzó a llover. Las gotas se hacían frías y yo no quería sacar mi paraguas. En el bus una pequeña niña vestida de rosa se sentó a mi lado, ella reía, gritaba y no dejaba de mirarme. Apagaron las luces y yo seguía sintiendo aquella mirada atravesarme los huesos y me molestaba. Odiaba su inocencia, su risa limpia.
El cisne negro quiere salir, grita y grita, se retuerce. Quiero romper con todo lo que siempre he creído, ¿todas mis creencias son realmente mías? Tan solo correr lejos de aquel discurso histórico que dicta lo que debo creer y entender que rompiendo con todo encontraré lo que realmente es verdadero.
Todas las dudas de hace tiempo estallaron como piñata infantil.
– Si me quitas todas las certezas – le decía a él – ¿dónde quedo parada?
– ¿Quién dijo que vivir en la incertidumbre es fácil?
– Quizás por eso es mejor la certeza
– No es mejor, es más fácil – me respondió riéndose de mi confusión – ¿pero no sería una certeza mediocre?
Me bajé del bus con la cabeza negra, no quería mirar a nadie. Comencé a odiar mi camisa blanca, ¿por qué siempre inocencia, siempre bondad?
– ¿por qué siempre divides todo en bueno y malo?
– Porque así es… – le dije cruzando los brazos, esperando ganar alguna vez
– ¿No crees que hemos llegado a un punto donde ya las cosas sencillamente no caben dentro del bueno o malo?
Caminé a través de la gente chocando contra sus hombros, con unos ojos que permanecían abiertos pero no parecían ver. La falta de certezas me llevaban a temer convertirme en el cisne negro.
Llegué a casa, me quejé con mi compañera sobre el calentador de agua que estaba fallando y con un falso «que duermas bien» me encerré en mi cuarto. Como niña chiquita con miedo, me escondí de los monstruos debajo de las cobijas…
Cuando mis ojos se acostumbraron a los oscuridad, ahogué un grito. Estaban todos allí conmigo, en mí…

6:33 am

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Empieza silenciosamente el día. Abro los ojos a las 6 de la mañana y, aunque he trabajado duro el fin de semana, no soy capaz de volverme a dormir. Ha aparecido de nuevo esa ansiedad que me persigue cuando no espero nada de los días…
La ventana está empañada y al tocarla se siente el frío que me espera afuera. En las calles ya suenan los pitos de los carros, los camiones descargando mercancía en las pequeñas tiendas de barrio, un par de pájaros que han olvidado que están entre cemento. Aunque aún no llegan las 7, la ciudad que ya ha despertado; uno no creería la cantidad de gente que desde las 4 de la mañana se levanta a trabajar. Los tacones de mi compañera de apartamento corren hacia la puerta, quizás otra vez va tarde…
Miro la nota que me ha dejado anoche sobre el escritorio, «lava los platos que has dejado sucios hace una semana» y decido esconderme unos instantes más bajo las cobijas. El mundo de afuera me parece tan frío y quedarse en la cama todo el día en principio se hace más fácil. Entre las cobijas, y el calor que aún ronda los pies, se acumulan melancolías, anhelos, recuerdos y una gran lista de cosas (aburridas la mayoría) aún por hacer.
Quisiera solamente pararme de esta cama con emoción, tirar las cobijas al suelo y abrir la nevera para preparar algún gran desayuno. Bañarme con agua hirviendo mientras canto a todo pulmón música que me recuerde mi ciudad, ponerme mi camisa preferida, los convers rojos que algún día perdí y salir cantando por las calles. Pero es que…