Libros al futuro

Hoy empecé a leer un libro que llevaba trece años esperando en mi biblioteca. Lo compré en una librería de segunda en Bogotá, recuerdo perfecto el momento: un centro comercial oscuro, una vitrina vieja y sucia rodeada de otras vitrinas iguales, todas con libros empolvados arrumados hasta el techo. Un señor delgado con bigote gris, camisa de cuadros azules, un palito en su boca, vale quince mil. Se lo dejo en doce para que lo lleve de una vez.

Me acompañaba un amigo, del que tampoco sé nada hace tiempo, que insistía que ese libro me encantaría. Metí la mano al bolsillo del jean, jugué indecisa con los billetes arrugados, sabía que si lo compraba tendría que irme caminando a casa.

Caminé a casa, una hora entre la llovizna, los rostros ocultos, los camiones que hacían saltar agua hasta la acera donde caminaba yo y conmigo el libro. Llegué mojada al apartamento donde vivía sola, me quité los zapatos y la chaqueta, acaricié al gato, puse con cuidado el libro en la biblioteca.

Me demoré trece años en volver a tomarlo.

Hoy no llueve. El sol cae sobre la ciudad, entra a golpes a la sala del apartamento y la pinta de amarillo. Mi hijo se recuesta en mi hombro, otro gato se acomoda en su camita, la bebé por fin se ha dormido en el coche y yo cierro un momento el libro y lo pongo sobre mis rodillas. Pienso en las Verónicas que he sido, regadas en tantos años, eligiendo libros que no saben cuándo leerán.

Pienso en esa chiquita, caminando a casa. Las gotas heladas sobre su cabello, los bolsillos vacíos de dinero. Le doy las gracias. Vuelvo a abrir el libro.

¿Dónde están mis palabras?

Desde hace dos semanas el piso de mi casa está lleno de palabras regadas por ahí, también los baños y las camas con sus sábanas destendidas. Gabriel las va dejando, salen de su boca la  primera vez con algo de dificultad y luego terminan aportando al caos de desorden que ya es el apartamento. Pollo, papá, humo, gato, Baldo (el nombre del gato), zapato, media. Hace unos días salió de paseo con Adri, la niñera y al regresar, apenas abrí la puerta, me miró y me dijo: ¡Mamá, driiilo! Adriana me explicó que habían encontrado un grillo en las escaleras de la portería, ¡driiillo! repitió él. Es curioso porque mientras Gabriel descubre las palabras dormidas en su lengua, yo en cambio lucho con ellas. 

¿Dónde están mis palabras? ¿en qué parte del cuerpo? me pregunto toda la semana. Primero pienso en mencionar una parte bien inusual para sonar más sofisticada, como el riñón o las venas; luego una bien inocente, bien Sylvia Plath, como la punta de la nariz; luego pienso a la practicidad, ellas seguro están en la punta de los dedos, en las uñas, en el cerebro. Luego me canso porque no sé y me voy a dormir, y cuando me despierto y me paro de la cama, tropiezo con la últimas palabras que derramó Gabriel, casi me caigo por culpa de “ardilla” y me aporreo el dedito gordo con “huevo”. Cansada de este mal dormir desde que soy mamá, me levanto a recogerlas.

Las palabras no están en ningún lugar de mí, nunca lo han estado, están afuera. Regadas siempre, por ahí.

Lo recuerdo desde que estaba en el bus del preescolar porque desde entonces escucho una voz encima mío que iba dejando caer las palabras, como un narrador omnisciente: “Verónica se monta en la buseta y mira por la ventana, la profesora está discutiendo con una niña grande, ella insiste que solo se puede escuchar música en inglés porque el colegio es bilingüe…”. Y siguen sonando todo el tiempo las palabras, en la buseta, en los árboles donde se esconde Alicia, en la lonchera, en el salón de clases, en el examen de verbos infinitivos en inglés  y en los fraccionarios. Suenan mientras papá y mamá pelean, mientras llegan o no llegan las invitaciones de las fiestas de quince, mientras un niño se queda mirándome un día después de salir de cine.

Desde entonces recojo las palabras, las armo en frases, las pongo bonitas, las ordeno por tamaño, forma, color… Peleo con ellas, las dejo, las tiro por el balcón y las bajo a recoger luego. Incluso terminé dedicando mi vida no solo a ordenar mis palabras, sino también las de otras personas.  Pulo, cuido y quiero tanto las palabras de mis alumnos. Y ahora también las de mi hijo Gabriel. ¿Y las mías? Estoy cansada, pienso pero no le digo a nadie.  Recoger, ordenar, querer. Un cansancio muy parecido a la maternidad. 

Mientras escribo, Gabriel hace la siesta. Duerme él y duermen las palabras. En estas últimas horas descubrió un montón de palabras nuevas: taxi, buñuelo, tinto, Tita, Frisby, antes de caer dormido incluso me dejó ‘yuca’ sobre la cama. Pienso en los ojos que se le iluminan, en la lengua que tropieza al pronunciar, en las veces que primero dice la palabra al revés, “ñue-bu” en  vez de buñuelo.

Pienso en cuando veníamos a casa en el taxi y me ahogué, empecé a toser sin control. Mi esposo, desde la silla del copiloto miró para atrás preocupado: “¿Amor, estás bien?” preguntó y con dificultad le dije que sí, que me había ahogado de la manera más boba, con babas. Gabriel, encima de mis piernas, me miró: ¿Baba? y yo asentí, le abrí la boca, saqué la lengua y le mostré una baba. Él también abrió su boca, movió la lengua, baba, dijo y volvió a mover la lengua. Baba, repitió, saboreó. Baba. Sacó la lengua llena de babas. 

Detengo el lápiz. Me agacho a mirar al piso y veo en la baldosa el caos constante de palabras. Qué rico sería descubrirlas de nuevo, pasarlas por debajo de la lengua, saborearlas así, por primera vez. Estiro entonces la mano.

Mamá, mamá, mamá

Mamá, mamá, grita desde atrás de la puerta del estudio, también golpea con sus puñitos la madera. Papá le dice que mamá está escribiendo, él no sabe qué es eso pero de algo le sirven las palabras y retrocede. Retrocede él pero su voz, con las palabras nuevas, nuevitas que carga desde hace apenas semanas, aún sigue llegando hasta el estudio. Oigo: Papá, Uva. Papá, agua. Papá, Teta. Mi esposo se ríe. Yo desde aquí también. Papá no tiene teta, tiene tetilla. Él también se ríe y, aunque no puedo verlo, sé que alza su camiseta para mostrarle a papá que él también tiene tet-lla. 

Me intento concentrar de nuevo, noto el ventilador que cruje, el viento que empuja suave la cortina de tela barata, el párrafo incompleto, pero no puedo evitarlo, salta mi oído la puerta otra vez, lo oye balbuceando mientras mi esposo llama a su madre por videollamada. Sé que no la escucha. Sé que vió la taza de tinto de papá porque oigo el agghh de asco que le enseñamos que hiciera para que dejara de intentar tomar café. Sé que vio el triciclo porque dice desesperado el bruhnma, bruhnma, quiere salir a pasear.

Me obligo por tercera vez a regresar, a volver a mis letras en el estudio cerrado. El ventilador que cruje, la cortina barata, el rasguñar del lápiz en la hoja, el aire que sale de mi nariz.  

Afuera una puerta más pesada se cierra, ahora escucho su voz saltarina en el pasillo. Suena la goma de sus zapaticos contra el suelo y el piiin del ascensor. Suena un Ven Gabriel que se va el ascensor sin nosotros, de mi esposo. 

Me voy con ellos, me quedo aquí conmigo. Eso debe significar ser mamá.

Querida Ausencia

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Pedacito de mí, pedacito triste y callado. Pedacito que flota encima de mi cabeza o se arrastra bajo mis pies, que me habla al oído todo el tiempo. Me dices cosas como esto se parece a la melancolía. O me dices cosas como la vida es un agujerillo donde nada crece. Mientras tanto yo, yo te oigo y al mismo tiempo le pido a mi suegro que me pase la sal, me compro un esmalte rojo aunque ya tenga otros tres en casa, le digo a mi cliente que una entrada de blog vale 70 mil si tiene menos de 400 palabras.

Y así me voy andando la vida, intentando mantener el equilibrio a pesar de las dos voces. La tuya, la de la vida es una historia, la de la vida es una metáfora, la de la vida tiene algún sentido narrativo en algún lugar. Y la mía, la que quiere sentarse en una mesa y estar ahí, salir a bailar y no pensar en como todos estamos tan tristes todo el tiempo.

Ya hemos hablado de esto antes, miles de veces, a través de los años. Incluso alguna vez cometí el error de llamarte mi otra mitad, la otra media Verónica, pero tú no eres mi mitad, ni siquiera haces parte de mí. Eres otra cosa, una cosa externa, una cosa que me saca de mí y me hace ausente. Una cosa que se sienta en mis oídos y no me dejar oír al mundo, que decide qué es lo que debo oír.

Y hoy te escribo porque estoy cansada. No sé por qué sigues ahí, detrás del oído, después de tantos años, susurrando sin descanso:

Escribe, escribe, escribe, escribe, escribe. 

Esto no lo escribí hoy

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Creo que lo que me volvió escritora fue el miedo al olvido, a dejar que los recuerdos de una tarde cualquiera quedaran regados por el tiempo sin etiqueta. Hoy, mientras el cólico no me dejar dormir y Cartagena me mira el insomnio, siento que algo ha cambiado. Últimamente no me da miedo el olvido, sino lo contrario: el recordarlo todo.

Supongo que hace diez años era más fácil dejar ir los días sin marcarlos de fechas y horas, las fotos se perdían con cada nuevo virus que entraba al computador familiar y los días se escapaban si no los escribía.

Ahora, en cambio, mis fotos se sincronizan con Google y se guardan por fechas, por lugares. Ahora Facebook me manda notificaciones con lo que pasó hace 1,2,5, 8 años. Ahora Twitter guarda mis pensamientos en líneas de 140 caracteres en orden cronológico e Instagram organiza el egocentrismo por número de semanas.

Ahora los días no se van. Por eso hoy es lindo no ponerle fecha a esto que escribo, e imaginar que en algunos minutos saldré del apartamento en puntitas, con los bolsillos cargados de días, y los iré desocupando, uno a uno, al borde de la bahía.

O que los lanzaré por este balcón, los dejaré en el viento, los mandaré a que las voces borrachas que caminan por la bahía de Cartagena les canten por última vez.

Regresar a las cosas perdidas

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Hay algo en este blog que siempre me obliga a regresar. Durante los últimos días he estado arreglándolo, así como se arregla un cuarto útil al que solo entras cuando buscas algo que se te ha perdido. Es necesario, de vez en cuando,  ordenar las cosas perdidas, porque no es lo mismo buscar un martillo o el árbol de la navidad, el amor o la melancolía. Por allá un día ando buscando una ciudad y me tropiezo con el montonsito de pájaros de origami.

He organizado las categorías, actualizado las etiquetas, incluso he intentado poner imágenes a las entradas de los primeros años. Esto último es muy extraño, porque es intentar volver a verme en el pasado, e imaginar qué colores, qué formas, qué imagenes habría usado. Seguro me he equivocado en todas, mirarme en el pasado es casi lo mismo que espiar a una extraña caminando en un centro comercial e intentar adivinar de qué color pintaría sus paredes.

Volver a este lugar, al cuarto útil para guardar silencios y ausencias, es como volver a mirar las fotos que nadie nunca toma. Las de los velorios y los días feos, las de la desnudez, las de la felicidad tan amarilla que quema los lentes. Supongo que eso es escribir, desnudarse un poco, quemar los lentes.

Poniendo las imágenes y corrigiendo los formatos, volví a releer la mayoría de las entradas. Es casi mágico ver cómo creces y cambias en frente de las letras, cómo se mueven los problemas, las temáticas, los verbos, cómo al principio todo es tan transparente y dices con toda tranquilidad me gusta mi mejor amigo pero tengo novio y, en cambio, ahora, la escritura es cada vez más código, ilegible, es como si al comenzar las palabras fueran ventanas y ahora fueran llaves, o candados.

Este siempre será el problema, supongo, decidirse a usar la escritura para esconder o para liberar.

Qué extraño, qué extraño. Seis años de silencios dentro de este blog. Aquí estoy, después de una carrera en Periodismo, después de una maestría en Escritura Creativa, después de tres amores y cuatro ciudades, después de tres gatos y seis empleos, y sigo siendo la misma chiquita debajo de las cobijas en la Fría Ciudad que se puso una noche a abrir un blog porque vivía tan ausente del mundo real que había botado seis celulares en un año, porque comenzaba a entender que hay que andar silenciosa para que las cosas que nunca se dicen pesen menos cuando se vuelvan letras.

Aquí estoy. ¿Y ahora qué?

La vida se parece a un tren

En el tren el paisaje se va hacia atrás, y se lleva las casas de ladrillo y techo triangular, los campos verdes y cuadrículados, tan parecidos a la mente de los ingleses.

Al frente mío está sentada una niña igual a mí, de pelo castaño, piel blanca y labios cerrados, que también escribe en una libreta mientras el paisaje se va para atrás. En Inglaterra hay muchas niñas así, pelilargas con frizz, convencidas de la idea romántica de escribir en un tren o leer bajo un árbol en un parque.

A veces me da rabia ver las pequeñas copias de mí (¿o soy yo copia de ellas?), que caminan y leen y escriben, y me roban mis momentos clichés.

Escribir.

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“Entonces, has venido hasta aquí para curarte” me dijo, dándome una pequeña palmada en el hombro. Sus ojos, cargados de tantos años, me miraban de frente. Creo que nadie, nunca, me había mirado con tanta sinceridad. Yo no supe qué responder.

Todos los alumnos de su clase habían ya dejado el salon, yo era la única que quedaba allí. Detrás de la ventana iba llegando la oscuridad de la noche.

Ella se levantó lentamente de su silla, temblando. Quise ayudarla, pero mientras luchaba contra mi torpeza, ella ya estaba de pie. Con su espalda encorvada, caminó hasta la puerta del salón. Luego, se detuvo y me miró una vez más.

“Quiero que sepas, Verónica, que escribir esa novela que tienes en mente te va a doler”, me dijo.

Y así, salió del salón.

Olvido

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Qué linda me veo dibujada en tus letras, qué linda me pintas en tus párrafos infinitos. Así melancólica, una niña chiquita saltando entre los muritos del parque, esperando un regalo sobre la cama todas las noches y dibujando pájaros de origami en el techo de las habitaciones. Qué lindo saber que esa no soy yo.

A veces pienso que entre más escribas sobre mí, menos me recordarás. Te irás quedando con esa que puedes dibujar, a la que la tristeza infinita la hace hermosa y no imposible de soportar; sobre la que puedes escribir ahora que se ha ido pero que si regresara te dejaría con la hoja en blanco.

Esa debe ser la magia de Ausencia, que entre más lejos está, mejor la puedes ver. Adelante, escríbeme hasta que me gastes, hasta que me saques, hasta que se te olvide cuánto te cansaba esa niña chiquita y malcriada, que a veces solo quería pájaros de origami y te exigía más regalos de los que podías dar.

Adelante, escríbeme hasta que inventes cada partecita y se te olvide que todo fue real.

20 razones por las que amo escribir

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Llevo un mes trabajando en el diario más importante del país y se me van olvidando por momentos las razones por las que me gusta escribir. Las palabras objetivas, justas, reales, palabras dueñas del periódico y una editora cuadriculada terminan por silenciar todo el caos de las letras que habitan las yemas de mis dedos.

Así que, como niña de doce años presentando un examen al frente de todo el salón, me paro al tablero, cojo el marcador y escribo:

A mí me gusta escribir porque…

1. Escapo del mundo real y dejo que las incoherencias salgan a jugar por el jardín.

2. Así es más fácil sonreir.

3. Intento demostrar que no todo son metáforas. Cuando digo que veo un dinosaurio es que en serio estoy viendo un animal ya extinto caminando a mi lado.

4. No dejo que los días se me escapen de las manos, siempre puedo saber qué paso hace un mes, 5 años, 15 años.

5. Me gusta poner tildes.

6. Es lindo mostrarle lo que escribo a mi mamá, es una juez muy objetiva (como toda madre)

7. Me gusta leer los comentarios que dejan los adorables visitantes del blog.

8. Escribiendo conocí a Ojos Amarillos.

9. Si algo bueno me pasa, lo convierto historia. Si algo malo me pasa, lo convierto historia. Siempre gano.

10. Los personajes ficcionales son una excelente compañía.

11. Me gusta releer mis diarios cuando voy en el bus.

12. Puedo ser niña para siempre.

13. Me encanta pensar en todas las personas que se cruzan por mi vida y no tienen ni idea que se convierten en mis personajes.

14. Una vez en segundo de primaria me gané un premio y en la universidad, hacía reir a los profesores con mis ensayos.

15. Si no me habría tocado poner atención en clase de química y física.

16. Uno se ve lindo sentado en un café, con un capuccino y un lapicero en la mano.

17. Mis nietos podrán saber quién fue su abuela cuando, después de mi funeral, abran mis cajones y los encuentren llenos de cuadernos.

18. Quiero parecerme remotamente a Jane Austen y  a Emily Bronte.

19. Quiero parecerme remotamente a mi abuelo.

20.  Me salen palabras de los dedos, no puedo evitarlo. Me desangro de letras y soy incapaz de dejarlas derramarse sobre el piso por el que los demás caminan.