Intimidad

El puente está quebrado, la madera podrida, las cadenas de los columpios se han reventado. Gabriel no nota nada de esto, juega y salta entre los escombros. En una esquina del parque, sentada en el pasto, hay una mujer, quizás menor que yo, quizás de mi misma edad, con el uniforme de algún almacén. Me mira, mira a Gabriel y sonríe.

—Es muy hábil —me dice mientras él intenta subirse al columpio dañado—. ¿Cuánto tiene?

Le digo que en tres meses cumple dos años, ella asiente y baja la mirada a su celular. Gabriel ahora se quiere trepar por las escaleras deshechas y yo lo persigo, le tengo los pies, me río con él. Noto que ella nos mira de nuevo.

—Yo también tengo una niña, pero tiene dos años y medio —saca el celular y me la muestra despeinada y mueca en su fondo de pantalla. Le digo que es hermosa.

Nos quedamos calladas.

—¿Es muy diferente? —le pregunto tomando turnos para mirarla a ella y a Gabriel—. ¿Los dos años y medio?

—Mucho, la mía dejó el pañal y la leche materna, en estos meses crecen un montón.

Gabriel repite la palabra ‘montón’ sin dejar de mirar sus manos en las escaleras que llevan al lisadero. Las dos nos reímos. Un viento que anuncia la lluvia comienza a a soplar.

—¿Y todavía le das leche? —me pregunta.

—Todavía —me río—, es muy difícil quitársela, Gabriel ama la teta.

Gabriel repite la palabra ‘teta’ al tiempo que se lanza por el lisadero y aterriza en el lodo. Ella sonríe, dice que me entiende. Yo pienso en las pocas personas a las que les podría decir esa frase sin que me miraran con extrañeza. Gabriel me estira los brazos, lo cargo apoyado en mi cintura.

—Yo a mi hija le expliqué muchas veces que la teta se iba a ir pronto —los tres nos sentamos en la silla de madera—, y luego por las noches le empecé a cantar y a acariciar las manos. Ella me pedía: mami, teta y yo le decía que la teta estaba cansada, muy cansada. Ella me miraba y te juro que me entendía.

—Te creo.

Los ojos se me han llenado de lágrimas, siento algo de vergüenza.

—¿Y a ti te dolió despedirte?

Noto sus ojos rojos mientras asiente.

—Pero ahora me pide: mami, mami, otra canción. Ya se duerme con mi voz en vez de la leche.

La lluvia ha comenzado a caer y Gabriel no tiene saco, me afano a a buscarlo en la pañalera mientras ella toma su bolso, lo pone en su hombro y se despide.

Le digo gracias pero no alcanzo a decirle por qué. Abrazo a Gabriel, corremos a buscar un techo bajo el cual resguardarnos y él se ríe, cree que estamos aún jugando.

¿Dónde están mis palabras?

Desde hace dos semanas el piso de mi casa está lleno de palabras regadas por ahí, también los baños y las camas con sus sábanas destendidas. Gabriel las va dejando, salen de su boca la  primera vez con algo de dificultad y luego terminan aportando al caos de desorden que ya es el apartamento. Pollo, papá, humo, gato, Baldo (el nombre del gato), zapato, media. Hace unos días salió de paseo con Adri, la niñera y al regresar, apenas abrí la puerta, me miró y me dijo: ¡Mamá, driiilo! Adriana me explicó que habían encontrado un grillo en las escaleras de la portería, ¡driiillo! repitió él. Es curioso porque mientras Gabriel descubre las palabras dormidas en su lengua, yo en cambio lucho con ellas. 

¿Dónde están mis palabras? ¿en qué parte del cuerpo? me pregunto toda la semana. Primero pienso en mencionar una parte bien inusual para sonar más sofisticada, como el riñón o las venas; luego una bien inocente, bien Sylvia Plath, como la punta de la nariz; luego pienso a la practicidad, ellas seguro están en la punta de los dedos, en las uñas, en el cerebro. Luego me canso porque no sé y me voy a dormir, y cuando me despierto y me paro de la cama, tropiezo con la últimas palabras que derramó Gabriel, casi me caigo por culpa de “ardilla” y me aporreo el dedito gordo con “huevo”. Cansada de este mal dormir desde que soy mamá, me levanto a recogerlas.

Las palabras no están en ningún lugar de mí, nunca lo han estado, están afuera. Regadas siempre, por ahí.

Lo recuerdo desde que estaba en el bus del preescolar porque desde entonces escucho una voz encima mío que iba dejando caer las palabras, como un narrador omnisciente: “Verónica se monta en la buseta y mira por la ventana, la profesora está discutiendo con una niña grande, ella insiste que solo se puede escuchar música en inglés porque el colegio es bilingüe…”. Y siguen sonando todo el tiempo las palabras, en la buseta, en los árboles donde se esconde Alicia, en la lonchera, en el salón de clases, en el examen de verbos infinitivos en inglés  y en los fraccionarios. Suenan mientras papá y mamá pelean, mientras llegan o no llegan las invitaciones de las fiestas de quince, mientras un niño se queda mirándome un día después de salir de cine.

Desde entonces recojo las palabras, las armo en frases, las pongo bonitas, las ordeno por tamaño, forma, color… Peleo con ellas, las dejo, las tiro por el balcón y las bajo a recoger luego. Incluso terminé dedicando mi vida no solo a ordenar mis palabras, sino también las de otras personas.  Pulo, cuido y quiero tanto las palabras de mis alumnos. Y ahora también las de mi hijo Gabriel. ¿Y las mías? Estoy cansada, pienso pero no le digo a nadie.  Recoger, ordenar, querer. Un cansancio muy parecido a la maternidad. 

Mientras escribo, Gabriel hace la siesta. Duerme él y duermen las palabras. En estas últimas horas descubrió un montón de palabras nuevas: taxi, buñuelo, tinto, Tita, Frisby, antes de caer dormido incluso me dejó ‘yuca’ sobre la cama. Pienso en los ojos que se le iluminan, en la lengua que tropieza al pronunciar, en las veces que primero dice la palabra al revés, “ñue-bu” en  vez de buñuelo.

Pienso en cuando veníamos a casa en el taxi y me ahogué, empecé a toser sin control. Mi esposo, desde la silla del copiloto miró para atrás preocupado: “¿Amor, estás bien?” preguntó y con dificultad le dije que sí, que me había ahogado de la manera más boba, con babas. Gabriel, encima de mis piernas, me miró: ¿Baba? y yo asentí, le abrí la boca, saqué la lengua y le mostré una baba. Él también abrió su boca, movió la lengua, baba, dijo y volvió a mover la lengua. Baba, repitió, saboreó. Baba. Sacó la lengua llena de babas. 

Detengo el lápiz. Me agacho a mirar al piso y veo en la baldosa el caos constante de palabras. Qué rico sería descubrirlas de nuevo, pasarlas por debajo de la lengua, saborearlas así, por primera vez. Estiro entonces la mano.

Pájaro libre

Una niña baila libre en la pista, entre las luces rosas y azules. Lleva una corona de flores en el pelo y un vestido que cuando da vueltas flota en el aire. Yo la miro desde mi mesa, desde mis tacones que me aprietan y mi esposo que no quiere bailar. Sus manos se mueven como pájaros, en sus ojos se siente la niña mágica. Ella no se da cuenta de que la miro y aún así su presencia me hace la pregunta: ¿hace cuánto no eres así, feliz de verdad?