Un fin de semana, ocho instantes de maternidad

Pintura de Joan Miro habla también sobre la maternidad
Joan Miró
  1. El brazo de la bebé ya no sale por la manga. Es muy angosta. Hace dos semanas el vestido le quedaba bien. Le hago daño. Sus alaridos resuenan en el cambiador del centro comercial. Hay que romper el vestido, reventar los hilos rojos y blancos.
  2. El niño lanza un pedazo de pan al café que acabo de pedir. Mira cómo nada, mamá. El niño lanza un pedazo de pan al lago. Mira cómo se lo comen los peces, mamá. Miro nerviosa alrededor.
  3. La mano pequeña del niño aprieta el tubo de crema antipañalitis. La crema se pega en sus dedos, se derrama y mancha el tendido de la cama.
  4. El llanto de la bebé no me deja encontrar el jean bajo las montañas de ropa tirada. Paso minutos y minutos dando vueltas por el clóset, pisando los escombros del día.
  5. Mamá, cárgame, cárgame. ¿Qué me das? Un beso.
  6. El niño me pide que le vuelva a contar la historia del insecto-mariposa-murciélago-que-tiene-pico-y-vive- en-el-árbol.
  7. En la bañera caben los dos. Conversan por primera vez. Sonríen y luego lloran.
  8. El niño se recuesta en el mueble del balcón de los abuelos, pronto llegará el atardecer. Deja salir un suspiro: Voy a disfrutar el día, dice.

¿Dónde están mis palabras?

Desde hace dos semanas el piso de mi casa está lleno de palabras regadas por ahí, también los baños y las camas con sus sábanas destendidas. Gabriel las va dejando, salen de su boca la  primera vez con algo de dificultad y luego terminan aportando al caos de desorden que ya es el apartamento. Pollo, papá, humo, gato, Baldo (el nombre del gato), zapato, media. Hace unos días salió de paseo con Adri, la niñera y al regresar, apenas abrí la puerta, me miró y me dijo: ¡Mamá, driiilo! Adriana me explicó que habían encontrado un grillo en las escaleras de la portería, ¡driiillo! repitió él. Es curioso porque mientras Gabriel descubre las palabras dormidas en su lengua, yo en cambio lucho con ellas. 

¿Dónde están mis palabras? ¿en qué parte del cuerpo? me pregunto toda la semana. Primero pienso en mencionar una parte bien inusual para sonar más sofisticada, como el riñón o las venas; luego una bien inocente, bien Sylvia Plath, como la punta de la nariz; luego pienso a la practicidad, ellas seguro están en la punta de los dedos, en las uñas, en el cerebro. Luego me canso porque no sé y me voy a dormir, y cuando me despierto y me paro de la cama, tropiezo con la últimas palabras que derramó Gabriel, casi me caigo por culpa de “ardilla” y me aporreo el dedito gordo con “huevo”. Cansada de este mal dormir desde que soy mamá, me levanto a recogerlas.

Las palabras no están en ningún lugar de mí, nunca lo han estado, están afuera. Regadas siempre, por ahí.

Lo recuerdo desde que estaba en el bus del preescolar porque desde entonces escucho una voz encima mío que iba dejando caer las palabras, como un narrador omnisciente: “Verónica se monta en la buseta y mira por la ventana, la profesora está discutiendo con una niña grande, ella insiste que solo se puede escuchar música en inglés porque el colegio es bilingüe…”. Y siguen sonando todo el tiempo las palabras, en la buseta, en los árboles donde se esconde Alicia, en la lonchera, en el salón de clases, en el examen de verbos infinitivos en inglés  y en los fraccionarios. Suenan mientras papá y mamá pelean, mientras llegan o no llegan las invitaciones de las fiestas de quince, mientras un niño se queda mirándome un día después de salir de cine.

Desde entonces recojo las palabras, las armo en frases, las pongo bonitas, las ordeno por tamaño, forma, color… Peleo con ellas, las dejo, las tiro por el balcón y las bajo a recoger luego. Incluso terminé dedicando mi vida no solo a ordenar mis palabras, sino también las de otras personas.  Pulo, cuido y quiero tanto las palabras de mis alumnos. Y ahora también las de mi hijo Gabriel. ¿Y las mías? Estoy cansada, pienso pero no le digo a nadie.  Recoger, ordenar, querer. Un cansancio muy parecido a la maternidad. 

Mientras escribo, Gabriel hace la siesta. Duerme él y duermen las palabras. En estas últimas horas descubrió un montón de palabras nuevas: taxi, buñuelo, tinto, Tita, Frisby, antes de caer dormido incluso me dejó ‘yuca’ sobre la cama. Pienso en los ojos que se le iluminan, en la lengua que tropieza al pronunciar, en las veces que primero dice la palabra al revés, “ñue-bu” en  vez de buñuelo.

Pienso en cuando veníamos a casa en el taxi y me ahogué, empecé a toser sin control. Mi esposo, desde la silla del copiloto miró para atrás preocupado: “¿Amor, estás bien?” preguntó y con dificultad le dije que sí, que me había ahogado de la manera más boba, con babas. Gabriel, encima de mis piernas, me miró: ¿Baba? y yo asentí, le abrí la boca, saqué la lengua y le mostré una baba. Él también abrió su boca, movió la lengua, baba, dijo y volvió a mover la lengua. Baba, repitió, saboreó. Baba. Sacó la lengua llena de babas. 

Detengo el lápiz. Me agacho a mirar al piso y veo en la baldosa el caos constante de palabras. Qué rico sería descubrirlas de nuevo, pasarlas por debajo de la lengua, saborearlas así, por primera vez. Estiro entonces la mano.

Pájaro libre

Una niña baila libre en la pista, entre las luces rosas y azules. Lleva una corona de flores en el pelo y un vestido que cuando da vueltas flota en el aire. Yo la miro desde mi mesa, desde mis tacones que me aprietan y mi esposo que no quiere bailar. Sus manos se mueven como pájaros, en sus ojos se siente la niña mágica. Ella no se da cuenta de que la miro y aún así su presencia me hace la pregunta: ¿hace cuánto no eres así, feliz de verdad?

Mamá, mamá, mamá

Mamá, mamá, grita desde atrás de la puerta del estudio, también golpea con sus puñitos la madera. Papá le dice que mamá está escribiendo, él no sabe qué es eso pero de algo le sirven las palabras y retrocede. Retrocede él pero su voz, con las palabras nuevas, nuevitas que carga desde hace apenas semanas, aún sigue llegando hasta el estudio. Oigo: Papá, Uva. Papá, agua. Papá, Teta. Mi esposo se ríe. Yo desde aquí también. Papá no tiene teta, tiene tetilla. Él también se ríe y, aunque no puedo verlo, sé que alza su camiseta para mostrarle a papá que él también tiene tet-lla. 

Me intento concentrar de nuevo, noto el ventilador que cruje, el viento que empuja suave la cortina de tela barata, el párrafo incompleto, pero no puedo evitarlo, salta mi oído la puerta otra vez, lo oye balbuceando mientras mi esposo llama a su madre por videollamada. Sé que no la escucha. Sé que vió la taza de tinto de papá porque oigo el agghh de asco que le enseñamos que hiciera para que dejara de intentar tomar café. Sé que vio el triciclo porque dice desesperado el bruhnma, bruhnma, quiere salir a pasear.

Me obligo por tercera vez a regresar, a volver a mis letras en el estudio cerrado. El ventilador que cruje, la cortina barata, el rasguñar del lápiz en la hoja, el aire que sale de mi nariz.  

Afuera una puerta más pesada se cierra, ahora escucho su voz saltarina en el pasillo. Suena la goma de sus zapaticos contra el suelo y el piiin del ascensor. Suena un Ven Gabriel que se va el ascensor sin nosotros, de mi esposo. 

Me voy con ellos, me quedo aquí conmigo. Eso debe significar ser mamá.

Esto no lo escribí hoy

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Creo que lo que me volvió escritora fue el miedo al olvido, a dejar que los recuerdos de una tarde cualquiera quedaran regados por el tiempo sin etiqueta. Hoy, mientras el cólico no me dejar dormir y Cartagena me mira el insomnio, siento que algo ha cambiado. Últimamente no me da miedo el olvido, sino lo contrario: el recordarlo todo.

Supongo que hace diez años era más fácil dejar ir los días sin marcarlos de fechas y horas, las fotos se perdían con cada nuevo virus que entraba al computador familiar y los días se escapaban si no los escribía.

Ahora, en cambio, mis fotos se sincronizan con Google y se guardan por fechas, por lugares. Ahora Facebook me manda notificaciones con lo que pasó hace 1,2,5, 8 años. Ahora Twitter guarda mis pensamientos en líneas de 140 caracteres en orden cronológico e Instagram organiza el egocentrismo por número de semanas.

Ahora los días no se van. Por eso hoy es lindo no ponerle fecha a esto que escribo, e imaginar que en algunos minutos saldré del apartamento en puntitas, con los bolsillos cargados de días, y los iré desocupando, uno a uno, al borde de la bahía.

O que los lanzaré por este balcón, los dejaré en el viento, los mandaré a que las voces borrachas que caminan por la bahía de Cartagena les canten por última vez.

Esa que no soy yo

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La yo que no soy yo debe ser Ausencia. Ella debe ser la que escribe por horas sin parar frente a la ventana, mientras llueve. La que es paz y silencio. La yo que no soy yo debe ser Ausencia, ella es un poema y se pasea con los pies descalzos por las estanterías de la biblioteca. La que tiene muchas faldas de flores y salta en los charquitos. La que es adorable cuando quema la comida por quinta vez o llora despacito sobre la sábana azul. Esa que no soy yo debe ser Ausencia, o Julia, o Isabella. Esa que no usa faldas colegiales ni recuerda para siempre los nombres de los videos del historial.

Conversaciones

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Mira que a veces quiero decir cosas que me pesan dentro del pecho. Pero me han dicho tantas veces que soy tan sensible y tan dramática. Que hay que restarle drama a la vida, que la gente sigue adelante y olvida, y eso está bien. Que uno no es tan importante. Pero mira que a veces me pesan mucho las cosas que quiero decir, así parezcan demasiado pequeñas o demasiado pesadas. Como cuando alguien me regañó porque le dije a una persona que todavía me sentía incómoda de tenerla al lado, así hubieran pasado un millón de años y nada importara ya. Pero a mí me importaba y quería decir que aún me pasaba en el pecho. Esa persona me miró muy extraño, como a quien le entregan un montón de algas llenas de agua, y solo quería una cerveza. De pronto yo soy así, tengo que entregar algas en las manos,  y que las personas piensen que soy extraña por ir cargándolas por ahí, y luego entregándolas. Pero mira que las manos se me arrugan, y lo que la gente dice que no debe pesar, pesa, y pesa mucho. A mí me pesa mucho. Me pesa mucho no poder decirle a los demás que a veces no soy capaz de andar. Uno de mis ex novios dijo alguna vez que yo me habia quedado atrancada en una serie de Warner Channel, pero yo solo estaba herida y quería decirle las cosas. De pronto la gente piensa que el dolor solo se expresa en la ficción, o no solo el dolor, también la ansiedad, o el miedo, o las ganas de hablar con sinceridad de vez en cuando. De resto, dicen, dicen todo el tiempo, que tenemos que seguir adelante, y vivir las cosas con la cabeza vacía de recuerdos. Vacía de cosas.  Pero yo me pongo el vacío en la cabeza como cuando te pones un balde en la cabeza, y está lleno de agua sucia porque acaban de trapear el piso después de una fiesta.

Huellas

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Sé que me encanta la soledad, pero que bonito es también volver a mirar la vida y verla llena de huellas.

Las huellas de una tarde recorriendo Medellín y hablando de Rayuela, el sonido de dos voces desafinadas cantando en un Transmilenio, que me acompañes a caminar hasta Cuba, una conversación infinita en Juan Valdez donde nos damos cuenta que nos parecemos mas de lo creíamos, caminar borrachos por la ciudad dormida, quedar sin voz luego de un concierto de una banda que nunca habíamos escuchado antes, recorrer las calles de una ciudad donde nadie mas habla nuestro idioma.

Quisiera poder recordarlo todo en paz, como quien pinta un cuadro y sabe que cada color valió la pena.