Caminata por la orilla del canal de Oxford

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El estudio de Lewis Carroll – Oxford, UK. 

Hace dos años estabas caminando por la orilla del canal de Oxford. Te habían dicho que ese era el río por el que había navegado Lewis Carroll cuando le contó a su pequeña amiga, por primera vez, la historia de Alicia en el país de las maravillas. Intentabas absorber todo lo que veías, porque para eso se suponía que era tu viaje, pero hacía demasiado frío y el viento del final del invierno te golpeaba los oídos, los dedos debajo de los guantes baratos, la piel que hace días se quería quebrar pero no encontraba un lugar para hacerlo.

Te habías hospedado un par de días en la casa de un señor que cargaba una soledad demasiado larga. Su puerta estaba cubierta de maleza. Su casa abarrotada de pequeños objetos sin valor, cubiertos de polvo. Y la alacena repleta de recipientes de vidrio con salsa roja para pastas. Podría alguien encerrarse allí durante tres años y siempre tendría salsa para pastas.

No recuerdas ahora su nombre, pero sí que te detenía en la mitad de cada frase para corregirte la manera en la que juntabas las palabras en un idioma que no era el tuyo. Y que insistía que no tenía sentido comer pastas con tenedor, y te pasaba una cuchara. Las turistas coreanas, tan correctas y calladas, se habían llevado sus maletas muy temprano en la mañana y ya solo quedaban él y tú.

Hubieses podido irte también, despedirte con amabilidad dulce, y aprovechar tu último día en Oxford para recorrer una vez más el centro de la ciudad. Pero al bajar la maleta, te preguntó si querías un café. Sabía que eras colombiana y quiso impresionarte sacando el que tenía reservado para los días importantes. No le quisiste decir que tu lengua apenas distinguía la diferencia, tomaste la taza y escogiste el sillón que le daba la espalda a la ventana.

Y le hablaste de tu familia, de tu papá que contaba todos los días cuánto faltaba para que volvieras a Colombia y de tu hermano menor que por las noches se asomaba por el marco de la puerta a invitarte a fumar en el balcón, y tú le tenías que recordar una y otra vez que no fumabas. Le hablaste de tus compañeros de casa, de lo extraño que a veces era vivir con un ghanés que veía novelas mexicanas y una chica de la India que nunca había aprendido a vivir sin criados.

Durante el almuerzo, él te habló de sus huéspedes. Del gringo que aún le mandaba postales desde las nuevas ciudades a las que visitaba, de la mamá española y sus cuatro hijos pequeños a los que se ofreció a cuidar una tarde entera, mientras ella se iba a aprender arquitectura por la ciudad. Al final te dijo que te guiaría hasta al inicio del canal, para tomarte una foto que se ha perdido ya.

¿Hace mucho no pensabas en él, no? Pero qué habría para recordar, los pasos que hacían crujir la madera gastada con el sobrepeso de 65 años de soledad inglesa y estantes repletos de comida enlatada. Y, que mientras intentabas pensar en Lewis Carroll, mientras caminabas hacia la estación de tren que te llevaría de vuelta a Bath y sentías que la fiebre entraba despacito a tu cuerpo, lo veías a él regresando de su caminata y sentándose en el sillón verde, en su casa callada, con sus objetos de polvo y las postales del gringo.

Y cuando llamó mamá, le hablaste de las torres de las iglesias que parecían tocar el cielo nublado, y de las embarcaciones rojas a la orilla del canal, y de los cánticos del coro infantil cuyas notas quebraban la voz que no salía de tu garganta. Porque esa era la Inglaterra que tenías que narrar, la que te prometieron que verías desde que pagaste los millones de pesos que no tenías y te montaste en ese avión.

Pero hoy, cuando ya hay dos años de distancia con el recuerdo, cuando buscas las fotos del viaje y no aparecen por ningún lugar, recuerdas que Inglaterra se parecía más a él. Al señor que tenía que abrir sus puertas a turistas desconocidos, para que de vez en cuando se oyeran voces dentro de su casa.

Madrugada

 

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Lo despierto a las tres de la mañana y le digo que tengo miedo. Él, que apenas puede mantener los ojos abiertos, me asegura que todo estará bien y intenta acomodarme entre sus hombros. Pero yo me salgo de estos, y me siento a mirarlo. Le digo que no puedo dormir, pero también le quiero decir que la vida a veces me parece un grieta que se va abriendo. Me pregunta si quiero prender la luz, esperando que le diga que no. Y le digo que no, y me paro de la cama a hacer café.

Mientras él sigue durmiendo, caliento el agua en el fogón y mezcló el café haciendo círculos exactos alrededor del pocillo. Luego le echo algunas gotas de leche y veo cómo los colores parecen acuarelas. Recuerdo entonces cuando vivía en casa, a una puerta de la habitación de mamá, y el café lo hacíamos solo de leche. Y no sé por qué eso de repente importa.

Me siento en la pequeña sala, en la silla hecha de hilos de plástico en los que mi espalda no encaja del todo bien. La gata amarilla se acomoda en el murito de la ventana para mirar hacia la calle, como esperando que los vecinos comiencen a salir de sus casas. Pero es muy temprano aún, le digo, y solo está el cielo oscuro para mirar.

Las dos nos quedamos horas allí, pero no pasa nada. El cielo se va aclarando, el café ya se ha enfriado y no me logro acomodar dentro de la silla de hilos, que no tiene esquinas. Ni dentro del día, que hoy llegó demasiado pronto (o demasiado lento).

Tampoco me acomodo dentro de la idea de tener 27 años, que son muchos para seguir tan pequeña. Ni dentro del trabajo que tiene tantas horas iguales, tantas horas iguales, tantas horas iguales. Ni dentro del amor que no se despierta a las 3 de la mañana, ni recuerda la caja debajo de la cama con mi escritorio nuevo aún por armar.

Ni dentro de Dios, que hace años se quedó callado.