
Tu abuela murió el mismo día que encontramos la casa de Sylvia Plath. Tú estabas más callado que nunca mientras recorríamos de la mano el barrio cercano a Primrose Hill, en Londres. Desde que tu celular había sonado a las siete de la mañana no habías dicho demasiadas palabras. Yo tampoco tenía muchas.
Parados lado a lado, frente a la placa que decía que en esa casa había vivido alguna vez la escritora con la que me había obsesionado los últimos meses, recordé que yo solo había visto a tu abuela una vez, hacía más de un año.
Me había parecido una mujer muy intimidante. Dirigía la reunión familiar en tu finca como una orquesta, con esa fuerza que tienen las mujeres del campo colombiano, esa que yo no tengo. Todo se movían a su ritmo, distribuyendo las piezas, arreglando el almuerzo, pegándole al perro que mordía los muebles por décima vez.
Todos sabían cuál era su papel. Yo estaba perdida. Tropezaba contra las ordenes, intentaba acariciar al perro que me ignoraba, me quedaba quietecita en la silla Rimax, con las piernas que sudaban y se pegaban al plástico, preguntándome si sería posible concentrarme lo suficiente para hacerme invisible.
Tú ya me habías hablado de ella. Titi y el café cargado. Titi y los sudados de pollo que extrañabas siempre que estabas lejos de la ciudad. Titi y su obsesión por pedir crédito hasta de un millón de pesos en la carnicería del pueblo cada vez que sus nietos venían a visitar. Titi y su desprecio por las novias de sus nietos, esas bien malcriadas por la ciudad, las que no se ofrecían a ayudar, no lavaban un plato y ni sabían cómo cortar una cebolla. Básicamente, las novias como yo.
Tenía que hacer algo para solucionar esto. Me levanté de la silla, la piel de mis piernas quiso poner algo de resistencia. Caminé como mareada hacia la casa, pasando por el bordito de la piscina. El perro ladró, tu papá prendió el televisor. Asomé la cabeza a la vieja cocina, mientras me tragaba toda mi timidez. En la olla grande se cocinaba despacio el sancocho del almuerzo, y la casa se llenaba de aroma a papa y caldo de pollo. Ella, de espaldas, supervisaba cada cosa con ojo de halcón.
El nudo en la garganta, el cólico que había decidido llegar hoy, la voz que no quiere salir, el miedo de que se volteara y me encontrara ahí mirándola. Tenía que hablar, tenía que hablar ya.
«¿Te puedo ayudar en algo?» le dije, con esa voz dulce de mi mamá me enseñó a ser buena y la sonrisa tímida.
Ella se volteó, sonrió un poco, viéndome ahí flaquita y blanca, temblando en el marco de la puerta.
«Tranquila mijita, esto acá ya está casi listo.» dijo, y se volteó de nuevo.
Yo me quedé un par de segundos más, sin saber qué hacer. Luego di la vuelta, pasé por el televisor que veía tu papá, y al lado del perro que seguía ladrando, y me senté de nuevo en la silla blanca Rimax.
El sol del medio día rebotaba contra el agua de la piscina, y tú y tu hermano jugaban waterpolo.