Un fin de semana, ocho instantes de maternidad

Pintura de Joan Miro habla también sobre la maternidad
Joan Miró
  1. El brazo de la bebé ya no sale por la manga. Es muy angosta. Hace dos semanas el vestido le quedaba bien. Le hago daño. Sus alaridos resuenan en el cambiador del centro comercial. Hay que romper el vestido, reventar los hilos rojos y blancos.
  2. El niño lanza un pedazo de pan al café que acabo de pedir. Mira cómo nada, mamá. El niño lanza un pedazo de pan al lago. Mira cómo se lo comen los peces, mamá. Miro nerviosa alrededor.
  3. La mano pequeña del niño aprieta el tubo de crema antipañalitis. La crema se pega en sus dedos, se derrama y mancha el tendido de la cama.
  4. El llanto de la bebé no me deja encontrar el jean bajo las montañas de ropa tirada. Paso minutos y minutos dando vueltas por el clóset, pisando los escombros del día.
  5. Mamá, cárgame, cárgame. ¿Qué me das? Un beso.
  6. El niño me pide que le vuelva a contar la historia del insecto-mariposa-murciélago-que-tiene-pico-y-vive- en-el-árbol.
  7. En la bañera caben los dos. Conversan por primera vez. Sonríen y luego lloran.
  8. El niño se recuesta en el mueble del balcón de los abuelos, pronto llegará el atardecer. Deja salir un suspiro: Voy a disfrutar el día, dice.

Pájaro libre

Una niña baila libre en la pista, entre las luces rosas y azules. Lleva una corona de flores en el pelo y un vestido que cuando da vueltas flota en el aire. Yo la miro desde mi mesa, desde mis tacones que me aprietan y mi esposo que no quiere bailar. Sus manos se mueven como pájaros, en sus ojos se siente la niña mágica. Ella no se da cuenta de que la miro y aún así su presencia me hace la pregunta: ¿hace cuánto no eres así, feliz de verdad?

Mamá, mamá, mamá

Mamá, mamá, grita desde atrás de la puerta del estudio, también golpea con sus puñitos la madera. Papá le dice que mamá está escribiendo, él no sabe qué es eso pero de algo le sirven las palabras y retrocede. Retrocede él pero su voz, con las palabras nuevas, nuevitas que carga desde hace apenas semanas, aún sigue llegando hasta el estudio. Oigo: Papá, Uva. Papá, agua. Papá, Teta. Mi esposo se ríe. Yo desde aquí también. Papá no tiene teta, tiene tetilla. Él también se ríe y, aunque no puedo verlo, sé que alza su camiseta para mostrarle a papá que él también tiene tet-lla. 

Me intento concentrar de nuevo, noto el ventilador que cruje, el viento que empuja suave la cortina de tela barata, el párrafo incompleto, pero no puedo evitarlo, salta mi oído la puerta otra vez, lo oye balbuceando mientras mi esposo llama a su madre por videollamada. Sé que no la escucha. Sé que vió la taza de tinto de papá porque oigo el agghh de asco que le enseñamos que hiciera para que dejara de intentar tomar café. Sé que vio el triciclo porque dice desesperado el bruhnma, bruhnma, quiere salir a pasear.

Me obligo por tercera vez a regresar, a volver a mis letras en el estudio cerrado. El ventilador que cruje, la cortina barata, el rasguñar del lápiz en la hoja, el aire que sale de mi nariz.  

Afuera una puerta más pesada se cierra, ahora escucho su voz saltarina en el pasillo. Suena la goma de sus zapaticos contra el suelo y el piiin del ascensor. Suena un Ven Gabriel que se va el ascensor sin nosotros, de mi esposo. 

Me voy con ellos, me quedo aquí conmigo. Eso debe significar ser mamá.

Sin latido

que se siente perder un bebe de seis semanas

Me vestí de negro para conocerte. Es la única imagen que se repite. El vestido negro, los zapatos negros. El ascensor se abrió, el edificio seguía en construcción y el espejo aún estaba cubierto por un trozo de madera para protegerlo. No veía mi reflejo, pensé en devolverme. Voy a tiempo, podría escoger otro vestido, el largo de flores azules, la falda naranja. No, igual llevaba en el pelo una banda de flores, igual llevaba los labios pintados de rojo.

Mientras el taxi cruzaba la ciudad, el taxista hablaba sobre sol que ardía, sobre tráfico a cualquier hora del día, sobre los venezolanos que habían llenado los semáforos, pero con mi silencio se acabó por quedar callado. Me sentía triste, tan triste. Había llorado toda la mañana a pesar de que iba a conocerte, y me había vestido de negro.

Pero iba a conocerte hoy, íbamos a conocerte hoy. Por ahora eras solo el que ocupaba el espacio de mi piel sobre el que dormían su mano y mi mano en las noches. Curioso que sin verte te medíamos nombres como si fueran sombreros, aunque ninguno te quedara, te poníamos ojos claros, pelo castaño, apostábamos si serías hombre o mujer, ¿acaso serías dos?

Fingíamos que no era demasiado pronto, pero lo era. Apenas llevábamos unas cuantas semanas aprendiendo a pronunciar la palabra esposo/esposa y ahora deletreábamos pa-pá, ma-má. Nos medíamos la palabra y nos quedaba grande, nos colgaban las mangas, se arrastraban por el piso. Pero íbamos a conocerte, íbamos a conocerte chiquito. A pesar del miedo, anhelábamos tu rostro, las puntas de tus dedos.

No he vuelto a ponerme el vestido negro, no desde ese día. Lo guardé al fondo del clóset, junto con el par de regalos que alcanzaron a darte, para no recordar el consultorio blanco, la bata blanca y los ojos de ella que, sin decirnos mucho, nos hizo entender que habíamos llegado tarde a conocerte, que hacía una semana su mano y mi mano dormían sobre un vientre vacío.

Que tú ya te habías ido.

15 días

15 días antes del matrimonio

Ya el balcón, que mira a las montañas cargadas de edificios, nos espera para tomar vino, ya la habitación reclama nuestra cama doble destendida, ya la cocina quiere llenarse de olor a pasta con leche y jamón. Ya los dos, de la mano, nos vamos acercando al para siempre.

Dejamos unas cuántas cajas en un rincón de la sala vacía, él baja a comprar cerveza y algo de comer y yo me quedo desempacando. Saco los vasos de vidrio nuevos de sus cajas de carton y los organizo por orden de tamaño en la despensa, dejo bajo el horno los sartenes sin abrir, acomodo el único par de cuadros que tenemos en el lugar que más me gusta de la sala, pongo las toallas que nos dio mi cuñada en cada baño, dejo las cajas de libros aún sin abrir en el que será el estudio…

Él llega con salami y queso crema, nos reímos de no tener cuchillos para abrir el empaque de los cuchillos, usamos una refractaria para servir porque aún no llegan los platos, nos sentamos en el suelo del balcón, sin zapatos, a tomar cerveza de una marca que nunca hemos probado. Hasta nosotros llega la música de una clase de aeróbicos unas cuadras más allá.

No decimos mucho, recuesto mi cabeza sobre su hombro. Faltan solo 15 días.

Volver 

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Volver a la esquina entre tu hombro y tu brazo derecho. A la mano que aprieta la cintura. Volver a la discusión sobre la sal antes de hervir el agua, a las pastas con pimienta y huevo duro. Al olor de la piel y a las mismas diez canciones de siempre. Volver a las gotas de agua que pasan de dedo a dedo, al vapor empañando el espejo, a la respiración lenta junto al oído. Volver a las piernas enrolladas bajo tus rodillas. A los besos antes de dormir.

Volver. Volver a casa.

Historia breve de un hombro

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Ya te he dicho varias veces que dejes tu hombro en Manizales y vengas a verme. Pero a ti te confunde un poco la fantasía, y me dices que eso no es muy posible.

Entonces tráelo hasta acá, te digo. Con la cicatriz que lo cruza de lado a lado, el look del monstruo triste de Frankenstein y los dolores impensables por la noche. Pero me dices que te da miedo. Y a mí también.

Así que decidimos quedarnos lejos. Yo sin saber cargar la vida y tú sin hombro para ayudarme. Yo solo con fantasías que no sirven para curar tus dolores tan reales.

Sylvia Plath y tu abuela

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Tu abuela murió el mismo día que encontramos la casa de Sylvia Plath. Tú estabas más callado que nunca mientras recorríamos de la mano el barrio cercano a Primrose Hill, en Londres. Desde que tu celular había sonado a las siete de la mañana no habías dicho demasiadas palabras. Yo tampoco tenía muchas.

Parados lado a lado, frente a la placa que decía que en esa casa había vivido alguna vez la escritora con la que me había obsesionado los últimos meses, recordé que yo solo había visto a tu abuela una vez, hacía más de un año.

Me había parecido una mujer muy intimidante. Dirigía la reunión familiar en tu finca como una orquesta, con esa fuerza que tienen las mujeres del campo colombiano, esa que yo no tengo. Todo se movían a su ritmo, distribuyendo las piezas, arreglando el almuerzo, pegándole al perro que mordía los muebles por décima vez.

Todos sabían cuál era su papel. Yo estaba perdida. Tropezaba contra las ordenes, intentaba acariciar al perro que me ignoraba, me quedaba quietecita en la silla Rimax, con las piernas que sudaban y se pegaban al plástico, preguntándome si sería posible concentrarme lo suficiente para hacerme invisible.

Tú ya me habías hablado de ella. Titi y el café cargado. Titi y los sudados de pollo que extrañabas siempre que estabas lejos de la ciudad. Titi y su obsesión por pedir crédito hasta de un millón de pesos en la carnicería del pueblo cada vez que sus nietos venían a visitar. Titi y su desprecio por las novias de sus nietos, esas bien malcriadas por la ciudad, las que no se ofrecían a ayudar, no lavaban un plato y ni sabían cómo cortar una cebolla. Básicamente, las novias como yo.

Tenía que hacer algo para solucionar esto. Me levanté de la silla, la piel de mis piernas quiso poner algo de resistencia. Caminé como mareada hacia la casa, pasando por el bordito de la piscina. El perro ladró, tu papá prendió el televisor. Asomé la cabeza a la vieja cocina, mientras me tragaba toda mi timidez. En la olla grande se cocinaba despacio el sancocho del almuerzo, y la casa se llenaba de aroma a papa y caldo de pollo. Ella, de espaldas, supervisaba cada cosa con ojo de halcón.

El nudo en la garganta, el cólico que había decidido llegar hoy, la voz que no quiere salir, el miedo de que se volteara y me encontrara ahí mirándola. Tenía que hablar, tenía que hablar ya.

«¿Te puedo ayudar en algo?» le dije, con esa voz dulce de mi mamá me enseñó a ser buena y la sonrisa tímida.

Ella se volteó, sonrió un poco, viéndome ahí flaquita y blanca, temblando en el marco de la puerta.

«Tranquila mijita, esto acá ya está casi listo.» dijo, y se volteó de nuevo.

Yo me quedé un par de segundos más, sin saber qué hacer. Luego di la vuelta, pasé por el televisor que veía tu papá, y al lado del perro que seguía ladrando, y me senté de nuevo en la silla blanca Rimax.

El sol del medio día rebotaba contra el agua de la piscina, y tú y tu hermano jugaban waterpolo.

Londres

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Londres es muy grande. Nos subimos al tren y aparecemos en mundos paralelos. El otro día aparecimos en Arabia Saudita; todas las mujeres iban tapadas de pies a cabeza y los letreros de los locales estaban en un idioma que ninguno de los dos entendíamos. Después, tomamos un bus y quince cuadras más tarde estábamos en un barrio donde todos los hombres vestían túnicas negras, sombreros de copa y llevaban rulos rubios al lado de sus orejas. Yo me quise reir un poco porque nunca había visto algo así pero el límite entre reirse y respetar las diferencias se me confunde todo el tiempo.

Por ejemplo, Bonito dice que tengo que superar el tema de las mujeres tapadas de pies a cabeza, aunque fue él el que el primer día me dijo al oído: Mira Bonita, una ninja! y yo no supe si reirme o regañarlo. Eso no se ve en Colombia y me enloquece pensar que uno no tenga permiso de mostrar su cara en público. Pero en fin. Hay cosas que me traumatizan más que eso: las niñas que salen a rumbear casi desnudas. Sí, uno puede hacer lo que se le venga en gana, pero hace un frío infernal. En Bogotá les dirían calentanas, pero acá eso las convierte en verdaderas londinenses.

La casa donde vive Bonito es Latinoamérica en pequeñito. En uno de los cuartos de arriba duermen dos hermanas de República Dominicana y cada que alguna abre la puerta se escapan pedazos de canciones de bachata. Que el corazoncito es mío, mío, mío, mío, míoooo. En el cuarto del primer piso viven Jahir y su hijo de 16 años. Jahir trabaja de 5 de la mañana a 11 de la noche y no sabe una palabra de inglés.

Es que en Londres nadie habla inglés. A mí me gusta escuchar conversaciones pero en las calles, en el Tube y en los cafés solo encuentro sonidos incomprensibles. Sé distinguir el francés, el italiano y el español de España, pero nunca logro entender lo que dicen. También oigo cosas rarísimas, idiomas que suenan como la voz de un doctor cuando te receta una medicina, o como la letra grande y redonda de un niño cuando apenas está aprendiendo a escribir. Al menos todos sabemos cuatro palabras: sorry, please, excuse me, thank you.

A veces pienso que me voy volviendo loca de ver tantos contrastes y de pensar que una ciudad tan grande pueda funcionar con solo cuatro palabras en común. Y la cabeza me duele de recordar que en Medellín todos nos damos cuenta cuando alguien usa una camisa del color que no debería, pero el otro día en Londres se sentó a mi lado un señor con barba, vestido de flores y tacones, y nadie lo miró.

Huellas

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Sé que me encanta la soledad, pero que bonito es también volver a mirar la vida y verla llena de huellas.

Las huellas de una tarde recorriendo Medellín y hablando de Rayuela, el sonido de dos voces desafinadas cantando en un Transmilenio, que me acompañes a caminar hasta Cuba, una conversación infinita en Juan Valdez donde nos damos cuenta que nos parecemos mas de lo creíamos, caminar borrachos por la ciudad dormida, quedar sin voz luego de un concierto de una banda que nunca habíamos escuchado antes, recorrer las calles de una ciudad donde nadie mas habla nuestro idioma.

Quisiera poder recordarlo todo en paz, como quien pinta un cuadro y sabe que cada color valió la pena.