Sin latido

que se siente perder un bebe de seis semanas

Me vestí de negro para conocerte. Es la única imagen que se repite. El vestido negro, los zapatos negros. El ascensor se abrió, el edificio seguía en construcción y el espejo aún estaba cubierto por un trozo de madera para protegerlo. No veía mi reflejo, pensé en devolverme. Voy a tiempo, podría escoger otro vestido, el largo de flores azules, la falda naranja. No, igual llevaba en el pelo una banda de flores, igual llevaba los labios pintados de rojo.

Mientras el taxi cruzaba la ciudad, el taxista hablaba sobre sol que ardía, sobre tráfico a cualquier hora del día, sobre los venezolanos que habían llenado los semáforos, pero con mi silencio se acabó por quedar callado. Me sentía triste, tan triste. Había llorado toda la mañana a pesar de que iba a conocerte, y me había vestido de negro.

Pero iba a conocerte hoy, íbamos a conocerte hoy. Por ahora eras solo el que ocupaba el espacio de mi piel sobre el que dormían su mano y mi mano en las noches. Curioso que sin verte te medíamos nombres como si fueran sombreros, aunque ninguno te quedara, te poníamos ojos claros, pelo castaño, apostábamos si serías hombre o mujer, ¿acaso serías dos?

Fingíamos que no era demasiado pronto, pero lo era. Apenas llevábamos unas cuantas semanas aprendiendo a pronunciar la palabra esposo/esposa y ahora deletreábamos pa-pá, ma-má. Nos medíamos la palabra y nos quedaba grande, nos colgaban las mangas, se arrastraban por el piso. Pero íbamos a conocerte, íbamos a conocerte chiquito. A pesar del miedo, anhelábamos tu rostro, las puntas de tus dedos.

No he vuelto a ponerme el vestido negro, no desde ese día. Lo guardé al fondo del clóset, junto con el par de regalos que alcanzaron a darte, para no recordar el consultorio blanco, la bata blanca y los ojos de ella que, sin decirnos mucho, nos hizo entender que habíamos llegado tarde a conocerte, que hacía una semana su mano y mi mano dormían sobre un vientre vacío.

Que tú ya te habías ido.