Historia breve de un hombro

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Ya te he dicho varias veces que dejes tu hombro en Manizales y vengas a verme. Pero a ti te confunde un poco la fantasía, y me dices que eso no es muy posible.

Entonces tráelo hasta acá, te digo. Con la cicatriz que lo cruza de lado a lado, el look del monstruo triste de Frankenstein y los dolores impensables por la noche. Pero me dices que te da miedo. Y a mí también.

Así que decidimos quedarnos lejos. Yo sin saber cargar la vida y tú sin hombro para ayudarme. Yo solo con fantasías que no sirven para curar tus dolores tan reales.

Esto no lo escribí hoy

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Creo que lo que me volvió escritora fue el miedo al olvido, a dejar que los recuerdos de una tarde cualquiera quedaran regados por el tiempo sin etiqueta. Hoy, mientras el cólico no me dejar dormir y Cartagena me mira el insomnio, siento que algo ha cambiado. Últimamente no me da miedo el olvido, sino lo contrario: el recordarlo todo.

Supongo que hace diez años era más fácil dejar ir los días sin marcarlos de fechas y horas, las fotos se perdían con cada nuevo virus que entraba al computador familiar y los días se escapaban si no los escribía.

Ahora, en cambio, mis fotos se sincronizan con Google y se guardan por fechas, por lugares. Ahora Facebook me manda notificaciones con lo que pasó hace 1,2,5, 8 años. Ahora Twitter guarda mis pensamientos en líneas de 140 caracteres en orden cronológico e Instagram organiza el egocentrismo por número de semanas.

Ahora los días no se van. Por eso hoy es lindo no ponerle fecha a esto que escribo, e imaginar que en algunos minutos saldré del apartamento en puntitas, con los bolsillos cargados de días, y los iré desocupando, uno a uno, al borde de la bahía.

O que los lanzaré por este balcón, los dejaré en el viento, los mandaré a que las voces borrachas que caminan por la bahía de Cartagena les canten por última vez.

Los finales sordos

FINITOCómo se van acercando los finales. De puntitas y en pijama. Cómo se van acercando los finales, y los colores cambian.

Con los dedos me aferro a los días, a las voces, a las presencias. No sé qué hacer con este final que me mira con los ojos grandes cuando despierto una mañana. Le digo que no, que aquí nadie se está preparando para despedidas, que se vaya del cuarto y cierre la puerta tras de sí. Él se acomoda entre las cobijas, y más tarde camina a mi lado hacia la oficina, se sienta en la silla del lado, se toma el último sorbito de café.

Sospecho que los finales tienen ojos, pero no oídos.

Esa que no soy yo

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La yo que no soy yo debe ser Ausencia. Ella debe ser la que escribe por horas sin parar frente a la ventana, mientras llueve. La que es paz y silencio. La yo que no soy yo debe ser Ausencia, ella es un poema y se pasea con los pies descalzos por las estanterías de la biblioteca. La que tiene muchas faldas de flores y salta en los charquitos. La que es adorable cuando quema la comida por quinta vez o llora despacito sobre la sábana azul. Esa que no soy yo debe ser Ausencia, o Julia, o Isabella. Esa que no usa faldas colegiales ni recuerda para siempre los nombres de los videos del historial.

Huellas

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Sé que me encanta la soledad, pero que bonito es también volver a mirar la vida y verla llena de huellas.

Las huellas de una tarde recorriendo Medellín y hablando de Rayuela, el sonido de dos voces desafinadas cantando en un Transmilenio, que me acompañes a caminar hasta Cuba, una conversación infinita en Juan Valdez donde nos damos cuenta que nos parecemos mas de lo creíamos, caminar borrachos por la ciudad dormida, quedar sin voz luego de un concierto de una banda que nunca habíamos escuchado antes, recorrer las calles de una ciudad donde nadie mas habla nuestro idioma.

Quisiera poder recordarlo todo en paz, como quien pinta un cuadro y sabe que cada color valió la pena.

Adiós

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Llevas nueve meses dentro de mí, siendo parte de las sonrisas y esquivando conmigo los agujeros infinitos. Es tan difícil dejarte.

No es fácil explicarle a los demás que dejarte ir es como quererme ir contigo. No sirve de nada esconderte dentro de mi mesa de noche y fingir que no es estás.  No sirve poner la sonrisa tiesa cuando les digo a los demás que pronto pasará. Mi cuerpo quiere correr lejos de mí.

No te quiero de vuelta, pero ¿cómo hago para quererme a mí de vuelta cuando no estás tú?

Intento convencerme de que es normal, es normal que el corazón lata dos veces en vez de una, que el cuerpo esté siempre temblando por dentro, que sienta que las paredes de la casa me encierran y me ahogan, que solo quiera llorar. Sé que todo se habrá ido en una semana, los temblores y las paredes.

Sé que contigo se irán también otros adioses pendientes.

Pero hoy quisiera que alguien se quedara a mi lado mientras te veo partir. Así no entendiera por qué estoy más callada o por qué soy incapaz de decir que necesito alguien a mi lado para decir adiós. Que me coja la mano y me ayude a moverla de un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a otro… hasta que ya no estés.

Quédate

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Cuando me reencontré contigo estaba desbaratada. Tú no tenías afán, eso me dijiste.

Tenías todo el tiempo del mundo para caminar alrededor mío, recogiendo uno a uno los pedacitos. Los tristes, los que tenían miedo, los que querían correr.

Me fuiste armando de nuevo, pieza por pieza. Luego, me abrazaste tan fuerte que todas las piezas flojas comenzaron a hacer parte de mí una vez más.

Quédate. Quédate a mi lado muchos meses más.

Escribir.

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“Entonces, has venido hasta aquí para curarte” me dijo, dándome una pequeña palmada en el hombro. Sus ojos, cargados de tantos años, me miraban de frente. Creo que nadie, nunca, me había mirado con tanta sinceridad. Yo no supe qué responder.

Todos los alumnos de su clase habían ya dejado el salon, yo era la única que quedaba allí. Detrás de la ventana iba llegando la oscuridad de la noche.

Ella se levantó lentamente de su silla, temblando. Quise ayudarla, pero mientras luchaba contra mi torpeza, ella ya estaba de pie. Con su espalda encorvada, caminó hasta la puerta del salón. Luego, se detuvo y me miró una vez más.

“Quiero que sepas, Verónica, que escribir esa novela que tienes en mente te va a doler”, me dijo.

Y así, salió del salón.

Ella

TAMAÑO-MATIZ

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Ahora que caminas a mi lado, quiero hablarte de alguien que quizás ya has visto.  

Ella es de color amarillo. Es un fantasma de color amarillo y siempre está un paso detrás de mí. Se queda muy callada cuando me rodea la gente, pero cuando estoy sola, se sienta junto a mí y me mira de reojo.

A ella le gusta esperarme en las esquinas de los días lluviosos, en los sueños o detrás de algunas canciones.  A veces me hace llorar, la fantasma amarilla, porque no logro entenderla. No está allí con los recuerdos pasados ni cuando el presente me hace daño.  A veces no tiene argumentos, ni deseos, pero siempre sigue ahí, sentadita en la banca de mis silencios.

Pero hay noches, como la que viviste ayer, donde ella sale de su escondite y revienta mis pupilas. Entonces me quiebro, me rompo.

No tienes que hacer nada, solo quédate algunos minutos allí y déjame esconderme de ella en tus hombros.  

El problema del ‘amor-real’

Untitled-1Yo creo que el amor es una combinación imposible de ‘su malgenio’ y ‘mi manera de quedarme callada cuando no me siento bien’, o de ‘mi desorden’ y su ‘obsesión por la puntualidad’.

El amor ha llegado varias veces. Con los dientes torcidos, con el pelo hasta los hombros, vestido solo de color negro, con los ojos amarillos. Ha llegado sin saber qué hacer con su futuro o con tanta certeza de saberlo que me borra del paisaje. Ha llegado incluso con mal aliento.

El amor también se ha ido.

Vamos separándonos y juntándonos unos con otros, y traemos canciones de otros, cuerpos de otros, besos de otros, tristezas de otros. Y cuando nos juntamos, a veces parecemos 32 en vez de dos.

Ayer entré a un edificio de oficinas, iba con mi bolso y mi computador, a reunirme con un cliente. El sol golpeaba las ventanas y mientras caminaba, pensé que quizás debía haberme maquillado un poco más. Entonces recordé que 10 años atrás había estado en ese mismo edificio, con el uniforme del colegio.

Casi me podía ver, casi la podía ver. Corriendo junto a él, bajo la lluvia, y refugiándose en el hall de oficinas en el que estaba apunto de entrar. La vi con la falda de cuadros a la rodilla y el pelo tan mojado que parecía negro, la vi muerta de la risa, agarrada de la mano de alguien al que hace años no volví a ver.

Al verla, supe que le había cumplido muchas cosas que deseaba. Si pudiéramos vernos cara a cara, ella se alegraría de encontrarme sin tacones ni maquillaje, con el pelo largo aún suelo. Y moriría de emoción al saber que nos iremos pronto a estudiar escritura creativa a Inglaterra. Pero del amor… ¿qué me diría del amor?

Ella estaba convencida que el amor debía ser algo así como una historia, que incluía una escena en la que la pareja se daba besos bajo la lluvia.  Aunque en el fondo sabía que no estaba enamorada, quería esconderse junto a él mientras pasaba la lluvia, porque el amor debía parecerse a eso, a apretarse el uno con el otro cuando hacía frío.

Yo no le puedo dar el amor que ella quería, porque sé que es imposible exigirle al amor que sea igual al de una película. Pero debo aceptar que, diez años después, aún me cuesta el concepto de «amor-real». Ese amor que a veces está más callado, a veces no se entiende, a veces quiere estar solo.

Aún me cuesta entender que el amor nunca va a llenar todos los espacios en blanco.