Parar

 

dsc_4953 (1)

Llevábamos una hora y media de viaje. Me había quedado dormida con los audífonos clavados en los oídos, para intentar silenciar la música popular que el conductor insistía en compartir (tan amablemente) con el resto de los pasajeros.

Mi cabeza rebotó contra la ventana cuando la buseta se detuvo antes del peaje. Me distraje con el señor que se subió para vender arepas de chócolo (A tres mil, a tres mil. Lleve la arepita a tres mil pesitos)  y al principio no noté que los dos lados de la carretera estaban vigilados por policías con escudos que los cubrían de pies a cabeza.

Quizás por crecer colombiana, acostumbrada a la presencia militar incluso en los lugares más inocentes, no me preocupé demasiado. Cuando nos pusimos en marcha de nuevo, subí el volumen, recosté la cabeza y volví a cerrar los ojos. Claro, por culpa del de las arepas nos vamos a quedar aquí hasta mañana, dijo alguien. La buseta frenó de nuevo, esta vez en seco.

Abrí los ojos. Entonces los vi.

Después del peaje, una multitud nos esperaba para bloquear el paso. Caminaban hacia nosotros con determinación, cargando pancartas y alzando los puños. El conductor detuvo el carro, apagó la música. Nos quedamos en silencio. Pensé en el turno que tenía al otro día en el periódico, a las 5 de la mañana.

Dos motos de la policía se hicieron a cada lado de la buseta. Otra se hizo al frente. Comenzamos a avanzar despacio, mientras los manifestantes se iban apartando, obligados, molestos.

Probablemente fueron un par de minutos, o un poco menos, pero pasar en medio de la multitud se me hizo eterno. Éramos 17 pasajeros y el conductor; cuatro jóvenes, dos familias con niños pequeños, una pareja de viejos. A través de las ventanas, nosotros les mirábamos las manos, ellos nos miraban a los ojos.

Algunos nos gritaban, le pegaban al pequeño bus, alzaban los puños, intentaban empujarnos hasta voltearnos. Algunos, con los rostros cubiertos con pañoletas rojas, solo nos clavaban los ojos. Esos nos odiaban. Nos odiaban tanto.

Lo que no sé es por qué. Eramos 17 desconocidos en un pequeño y destartalado bus, viajando de Manizales a Medellín, un lunes festivo en la tarde. ¿Qué nos hacía tan diferentes? ¿Qué hacía que de repente fuéramos del otro bando? ¿Debíamos bajarnos, tomar las pancartas, y alzar los puños junto a ellos?

Mientras el pequeño bus se tambaleaba entre la multitud, yo sentía que poco a poco  un muro de cemento se levantaba entre ellos y nosotros, e iba creciendo hasta el cielo.

La buseta se soltó finalmente de los brazos, se escapó de los puños, y siguió su viaje por las montañas. Pero el muro, ese muro de cemento, nos lo llevamos con nosotros.

Historia breve de un hombro

facebook-imagen-sobre-link-31

Ya te he dicho varias veces que dejes tu hombro en Manizales y vengas a verme. Pero a ti te confunde un poco la fantasía, y me dices que eso no es muy posible.

Entonces tráelo hasta acá, te digo. Con la cicatriz que lo cruza de lado a lado, el look del monstruo triste de Frankenstein y los dolores impensables por la noche. Pero me dices que te da miedo. Y a mí también.

Así que decidimos quedarnos lejos. Yo sin saber cargar la vida y tú sin hombro para ayudarme. Yo solo con fantasías que no sirven para curar tus dolores tan reales.