Enredaderas

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El jardín de Otraparte es una pequeña selva verde de enredaderas y árboles que dan sombra, un camino de piedras gira alrededor de la la fuente y de las cabezas de las gárgolas cae el agua. Ayer dormí tan poco, pienso mientras la observo.

Gabriel salta entre las piedritas, saluda a la estatua de la vaca, mete las manos en la fuente y señala el pajarito amarillo que se ha posado en la rama, y yo siento que la selva gira sobre mí, que solo existimos el niño y yo, y los pajaritos. El museo está cerrado porque es festivo, nadie camina cerca, ni siquiera se escuchan los pitos de los carros allá afuera, detrás de las ramas, en la avenida.

Me siento en la banca de madera y Gabriel se acerca a mí. «Ate» me pide, señalando mi pecho. Yo lo tomo entre los brazos, me levanto la camisa negra de hacer ejercicio y lo dejo que tome leche. Luego cierro los ojos.

Dentro de la oscuridad de mi mente se cierran también los árboles, dejan afuera el sol; escapan las gárgolas de la fuente, se van a volar con los pajaritos amarillos. La enredaderas comienzan a rodear mis pies, mis vientre, mi pecho, su pequeña cabeza recostada allí.

No existe nadie más que nosotros dos.

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