La azafata se paró frente a nuestra fila con el carrito de bebidas. Le preguntó al señor en la silla junto al pasillo y al de en medio qué querían tomar, ambos pidieron café. Se volteó ella a servirlos, y yo esperé que lo hiciera para hacer mi pedido.
Mes: mayo 2010
A veces me acuerdo de él, me dijo
Ella se sentó a mi lado, cabizbaja. Usualmente parecía tan alegre, con una sonrisa de oreja a oreja, pero hoy sentía que se había cansado de fingir. La abracé, hace tiempo que no nos veíamos, y le pregunté qué le pasaba.
Se quedó callada un momento mordiéndose los labios, pero luego, casi como si lo hubiera preparado mil veces en su cabeza, me respondió:
«Sabes, amiga… a veces me acuerdo de él, cuando pido mini waffles con nutella por ejemplo, cuando por casualidad suena «love remains the same» en mi computador, cuando mi tía me habla de mejorar las relaciones interpersonales y me acuerdo de él, furioso conmigo, diciéndome que por tanto insistirle que mejorará tus relaciones interpersonales había tenido que quedarse hasta tarde ayudándole en los exámenes a varias niñas brutas.
Me acordé de él cuando una amiga me preguntó si alguna vez me había metido al baño de hombres, cuando anoche sonó en la discoteca «el doctorado», cuando le insisto a mis amigas que no tiene sentido atarse a un ex novio y seguir pensando en él y yo, callada, sé que él ni siquiera fue mi novio y aun así sigo sin querer dejarlo ir… «
Esperando en el aeropuerto
Estoy como una autista en el aeropuerto, mi vuelo se atrasó una hora y media. En este momento espero en un restaurante, y sin nada mejor que hacer, me he puesto a observar la gente, ¡creo que es mi pasatiempo preferido!
Sobre facturas de televisión y vocaciones de periodista
Hace unas semanas les conté el suceso de mi relato de amor bajo la lluvia, con cual la profesora de crónica periodística había quedado escandalizada. Bueno, después de leer la crónica que finalmente entregué, creo que entenderán mi eterna confusión de por qué sigo metida estudiando periodismo 🙂
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Usualmente cuando me levanto convencida que será un día normal, las siguientes dos horas se encargan de demostrarme lo equivocada que estaba.
Así fue aquella mañana de febrero. No sé por qué razón salí tan temprano del apartamento, ya que suelo dormir mucho y nunca le hago caso al despertador, pero misteriosamente pasé por la portería a las 8:10 de la mañana, saludé al portero mientras me entregaba la factura vencida del cable de televisión y salí pensando que ya iba siendo hora de pagarla, 4 meses sin televisor eran demasiado para una periodista.
En la ciudad se sentía un ambiente extraño, aunque no estoy muy consciente si lo noté. Sencillamente crucé la calle, me senté en la silla del paradero, saqué mis audífonos del morral y, poniendo todo el volumen, me puse a cantar. Dado que vivo relativamente cerca a la autopista, el número de buses que me sirven para llegar hasta los buses que llegan a mi universidad son varios, y lo máximo que toca esperar son 5 minutos. Aquella mañana alcanzaron a pasar 30 minutos en aquel paradero y yo seguía sin pensar que algo extraño pasaba.
Recuerdo que la gente me miraba desde los carros de una manera extraña cuando veían que era la única persona que quedaba esperando en el paradero, incluso vi pasar un camión invitando a la gente a montarse y yo, no tengo idea por qué, sencillamente me reí y seguí escuchando mi música y esperando el bus.
Tuvo que pasar media hora para que notara que en serio algo pasaba, miré a la calle y detenidamente observé cada uno de los carros.
– ¡Qué curioso! – pensé en voz alta – todos los buses que pasan son escolares, ¿dónde se han metido el resto?
Ahora entiendo por qué la señora que pasaba justo al lado mío, soltó una carcajada que yo ignoré. Pero finalmente, confundida por los extraños sucesos, decidí que caminaría hasta los buses de mi universidad, a 25 minutos de mi casa, pues de otra manera jamás llegaría a clase.
Solo bastó con poner un pie fuera del paradero para que la primera gotera cayera sobre mi nariz. Con la esperanza de haber guardado mi paraguas en el bolso, metí apresuradamente mi mano en busca de él, y recordé en el instante haberlo dejado sobre mi mesa de noche. Sin paraguas, sin capucha ni una chaqueta poderosa me resigné a caminar bajo el agua, entonces pensé:
– Ni que fuera una bruja que me fuera a derretir, un poquito de agua no le hace daño a nadie – supongo que no debí ni pensar eso pues en el instante sonó un trueno a lo lejos – bueno, entonces moriré de neumonía.
Tomé una columna de opinión que había impreso el día anterior para Comunicación Política e improvisé con ella un patético paraguas.
Tratando de distraer el frío que se calaba por medio de mi ropa, comencé a mirar alrededor. Era realmente curioso que no pasaran casi taxis, que no hubiera un solo bus, que los camioneros se hubieran despertado de tan buen humor que subieran gente a sus volcos.
Llegué al bus emparamada de pies a cabeza, mis zapatos parecían bolsas de agua luego de haber pisado al menos 4 charcos y mi camisa parecía cargar la mitad del rio de la ciudad. Mi pelo solía estar liso y ahora simulaba un bombril y el maquillaje parecía cosa del pasado. El conductor del bus me miró de arriba abajo, preguntándose quizás yo dónde me había metido.
– Bueno días, señor – le dije amablemente sentándome en el puesto de adelante, único que quedaba libre – ¡usted puede creer que no pasó ni un bus por el lado de mi casa!
El señor casi se atragantó con la galleta que estaba a punto de tragarse, me miró burleteramente y ni siquiera se tomó el trabajo de responderme al menos el saludo. Me crucé de brazos y me dije que dejaría de ser amable con la gente de la capital, ¡qué gente más rara era!
La lluvia arrulló mi camino hacia la universidad, las gotas chocaban contra el vidrio e iban bajando lentamente hasta perderse en los grandes charcos de la carretera. Me quedé tan profundamente dormida que por poquito sigo derecho hasta el pueblo siguiente.
Llegando finalmente al salón de clase, aun congelada, pensando en lo extraño de vivir en la capital y pidiéndole al cielo que dejara de llover para que saliera un poquitico de sol, me senté al lado de Natalia.
– ¡Casi no llego, Nata – le dije, tirando mi bolso al piso – a todos los buses les dio por desaparecer hoy!
– Pues claro, está terrible esto del paro de transportadores…
Quedé en shock, mis ojos casi se salían de sus órbitas. Natalia se quedó mirándome confundida entonces estallando en carcajadas intenté balbucear:
– Eso explica tantas cosas…
Definitivamente tenía que pagar la factura del televisor.
El saco negro
Porque aún no vino el olvido para llevarse
el último de tus abrigos.
Dice una canción de Jorge Drexler y Ella Baila Sola,
para mí la interpretación va literal.
¿Por qué, cuando intento escapar de Él,
cuando corro lejos de todo lo que nos ata ,
cuando me doy cuenta que lejos estamos mejor,
y arranco las fotos de la pared, borro los mensajes del celular, quito las notificaciones de Facebook e incluso escondo, en el fondo de un baul, mi diario,
tiene que desaparecer dentro de mi clóset
aquel, su saco preferido?
Desde aquel día de lluvia,
cuando le tuve que pedir que me lo prestara,
lo tenía colgado en el ropero.
¿Y si nadie se lo ha llevado,
en mi casa solo vivimos el gato y yo,
por qué se ha dignado a desaparecer JUSTO ahora?
Y cada semana, a veces dos o tres veces, aparece un wall suyo:
«Ausencia, mi saco…»
«Ausencia, mi saco…»
Yo me muerdo el labio,
no quiero hablarle…
menos sé cómo explicarle que desapareció,
que mi gato se lo comío,
que el clóset, enamorado de él, lo decidió esconder.
¡No sé dónde esta el saco,
no lo sé,
no lo sé!
Odio el desespero del destino, que por no dejarlo ir, ha escondido su saco en un rincón donde aun no llega el olvido.
¡POR DIOS, ¿ALGUIEN HA VISTO UN SACO NEGRO?!
¡PAGO RECOMPENSA!


