Regresar

virds

Siempre busqué regresar allí.

Papá me pidió que lo acompañara a visitar unos amigos suyos.

Los saludé con algo de timidez, con esa que no deberías tener aún a los 23 años. Papá conversaba con ellos y yo miraba el cielo que de repente se contraía. Desde el balcón conté los pisos del edificio del frente, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Por el color de las cortinas supe que él aún vivía allí.

Sin querer parecer demasiado extraña, me disculpé diciendo que quería dar una vuelta para recordar viejos tiempos. Quise explicarles que haber vivido allí desde los 2 hasta los 12 años significaba algo grande para mí, pero preferí girar la perilla y salir antes de que me llenaran de preguntas.

Al salir al parque, me detuve en medio de los tres laureles. Llovía un poco. Solo ahora puedo decir que son laureles, diez años atrás no tenían nombre, eran los tres árboles de hojas gigantes. ¿Cómo pueden volverse tan tuyas las cosas cuando aún ni siquiera sabes cómo llamarlas?

Saltando entre pantano, me acerqué a los juegos infantiles.  Descubrí que ambos columpios son ahora azules. No me gustó encontrarlos así, tan iguales. Recuerdo que el de la derecha era el mío, el rojo, y el de la izquierda, el azul, era el de todos los demás.

De repente temí que la presencia de una caminante en medio de la oscuridad asustara a los vecinos, así que me escampé de la lluvia en el hall del primer piso. Allí me encontré de frente con la puerta de mi viejo apartamento.
Busqué imágenes, en cambio encontré sonidos.  Mis zapatos limpiando contra el suelo la hierba mojada del parque, la mano recorriendo la pared poblada de humedad, el crack del vidrio que mi hermano mayor rompió en medio de una pelea con papá, el sonido agudo y amargo del ascensor cuando anuncia su llegada a cada piso.

Antes de regresar, quise bajar al sótano.  Desde allí, alzando la mirada, pude ver  la pared en la que tardes enteras jugábamos eliminado. Un carro me obligó a moverme. Seguí mirando la pared, ignorando la lluvia que comenzaba a caer con más fuerza.

Alguien se bajó del carro y  me miró un instante, casi puedo decir que sintió miedo de ver los tiempos cruzándose. No lo miré, pero supe quién era. Silenciosa, caminé directo al ascensor, con la certeza que cuando las cosas se dejan en el pasado, para siempre saben mejor.

Él me siguió con la mirada solo unos segundos más.

Una vida de cemento

Chema-Madoz-Tree

Recuerdo un ejercicio de clase de gimnasia en el colegio. La profesora llevó a todo aquel ruidoso y desordenado grupo de niñas de 10 años al muro más lejano del colegio. Un muro gris de concreto, tan alto como para que nos fuese imposible escapar.

Entonces nos pidió que pusiéramos nuestras manos contra el cemento. Cada una de nosotras miró hacia los lados, preguntándose qué pretendía hacer la señora. Aún así, y porque en el colegio mandan todos menos uno, hicimos caso.

Una mano
otra mano
el muro

– ¡Ahora – nos dijo, levantando la voz – empujen lo más fuerte que puedan, hagan que el muro se mueva!

Recuerdo, más allá de nuestras caras y comentarios, el sentimiento de impotencia.

Fuerza
impulso
desespero
las piedras dejando marcas en nuestras manos
los dedos fundiéndose con las sombras del muro

Pero ante todo,
más que todo,
estaba la certeza
que jamás moveríamos
ni un solo centímetro
del muro
que nos separaba de la libertad

¿y si la vida consistiera sólo en eso, en empujar muros que jamás se moverán?

Había una vez, en el colegio…

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———

Durante la época de colegio, había una sensación que nunca se me quitaba, y era la de sentirme atada por un alfiler a una silla en la que no quería estar, obligada a poner atención a un tema del cual rara vez quería aprender. De esa manera nació el cuaderno azul, un montón de hojas en donde desahogaba mi desespero mientras las profesoras juraban que estaba tomando nota atentamente.

Hace unos días lo reencontré y pasé horas leyéndolo. Me hizo sonreir TANTO que decidí compartir con ustedes un relato escrito allí.

16/02/2006

Estábamos en clase de filosofía cuando de repente un gran dinosaurio verde con su enorme pata destruyó el techo del salón. Cada una de las alumnas quedó boquiabierta mirando aquel grandísimo animal verde, casi como si pensaran que había sido sacado de la imaginación de alguna de las alumnas distraídas.

El dinosaurio se sacudió su cabellera totalmente roja e increíblemente parecida a la de la niña que hacía nada había pasado frente a la ventana, luego con una voz más agua de lo que nos hubiésemos imaginado, dijo:

«He sido llamado de repente por alguien con urgencia de imaginación…»

Pero antes de que alguna pudiera decir algo, el tiempo se empezó a devolver, las piezas del techo volvieron a su lugar y el pie del dinosaurio se quito de encima del primer puesto de la primera fila.

En un instante nadie recordaba nada, tan solo aquella que con su imaginación lo había llamado. Ella era la única que sonreía al pensar que la clase había sido más divertida para si que para las demás.

A veces extraño a quien solía ser 🙂