Mi escritura no es como una plantita, porque a la planta hay que echarle agua y yo olvido siempre echarle agua a las matas, y hace algunos años también a las ficciones. O quizás mi escritura sea un cactus, aunque yo también he matado cactus. O suculentas. Mi tía decía que matar una suculenta es muy díficil pero yo maté la que ella me regaló porque le eché mucha agua y luego ella se murió y la vida se puso rara. La muerte de la tía y la llegada de los hijos y la adultez tan ocupada. Antes había tiempo para regar los escritos. Hoy estoy en busca de otra metáfora que no sea plantas porque cuido tantas cosas que no puedo ver a la escritura como algo de cuidado.
O es que quizás yo soy la planta y la que me cuida es la escritura. Ella me riega, me revive cuando me parece poca la vida. Estoy tan pálida, tan cafecita, cuando no escribo.
Uno, el cuerpo, el mío; dos, los hijos; tres, incluyendo el marido; cuatro, la sumatoria; cinco, con un gato; seis, con los dos gatos; siete, se me olvidaba el bebé que no tuvo latido; ocho, las horas seguidas que nunca volví a dormir; nueve, la hora en la que ya todos deberían estar dormidos; diez, la hora en la que la niña se durmió ayer; once, la forma en la que solíamos dormir, amor; doce, la forma en la que ahora dormimos; trece, que no llegue la mala suerte; catorce, mi cumpleaños; quince, la mitad del mes y todas las cuentas pendientes.
Diecieseis, creí entender de qué se trataba el amor; diecisiete, lo seguí creyendo; dieciocho, no sé por quién votar; diecinueve, ¿en dónde estamos?; veinte, papá cantaba una canción sobre un corazón vagabundo; veintiuno, los días que se necesitan para coger un hábito; veintidós, una canción de Taylor Swift; veintitrés, veinticuatro, veinticinco, los años de Inglaterra; veintiséis, ya los obreros no silban tanto; veintisiete, la propuesta del para siempre; veintiocho, el primer año del para siempre; veintinueve, corre niña que ya llegan los treinta.
Treinta, lo que vale la maestría que no puedo pagar; treinta y uno, la cuenta de la panadería cuando salimos los cuatro; treinta y dos, volverme madre de una niña; treinta y tres, los tres todas las tardes; treinta y cuatro; mis años cuando llegaste y los tuyos ahora; treinta cinco tiene la mujer haciendo esta lista.
Del bolsillo de tu pantalón se asoma un termo rosado de princesas. Estamos en un cumpleaños infantil, cada uno persiguiendo a un niño. Pero te miro, entre los saltarines inflables, las bombas de Spiderman y las mamás que me preguntan a qué colegio entrará el niño, y no puedo dejar de fijarme en cómo cuelga, casualmente, el termo rosa de tu bolsillo. Apenas cabe, pero lo pusiste ahí sin pensarlo, mientras le seguías los pasos de una niña que ríe al verte y te aplasta besos cuando logras atraparla.
Así te soñé. La barba, la camiseta negra, los ojos amables, el termo de princesas colgando de tu bolsillo como si nada.
Después de la piñata infantil, llegamos a casa. Gabriel, entre sueños, pide seguir jugando con sus juguetes nuevos pero pronto cae dormido en su camarote. Aurora, en cambio, corre aún por la casa. Entre recoger papeles de regalos, guardar sobrados de comida en la nevera y buscar dónde dejamos la pañalera, vuelves a mencionar las pesadillas que andas teniendo. —Llevas todo el día hablando de las pesadillas —te digo, con un pañal sucio en la mano y un carrito que casi piso en la otra—, pero no me has contado de qué se tratan. —No me has preguntado. —Claro que sí, y nunca me respondes. —Mejor después, no quiero que la niña escuche. —Es una bebé, no entiende aún. —Bonita, no quiero hablar de eso. Nos quedamos callados, ahora con las espaldas dobladas recogiendo los carritos y carritos que inundan la casa. —¿Sabes que el libro de la que se ganó el premio Nobel de literatura se trata de algo casi igual a esta escena? —te digo. Me sorprende tu sonrisa. —Habría podido ganármelo yo. Ahora sonrío yo. Te beso la cabeza.
Jugábamos a que te escondías detrás de los ganchos de ropa y yo te buscaba. Los cachetes cargando tu sonrisa, el almacén repleto de personas un martes en la tarde. De repente una voz, una mujer: ¡hace tiempo que no te veía! Te cargo para conversar con ella. ¿Cómo vas? Bien, ¿y tú? Que te fuiste del país Si, hace un par de años Qué valiente una vida tan lejos Qué valientes ustedes con hijos ¡No te lo niego! Nos sonreímos, se va. Ahora jugaremos al gato, comeremos helado con frutas, compraremos juguetes baratos, recogeremos flores amarillas de camino a casa. Qué mal respondo siempre: Valiente. Valiente es una vida sin ti.
El juguete voló a toda velocidad por los aires y golpeó justo la parte de atrás de mi cabeza. Meteorito que levanta polvo y deja un cráter. Como una fiera adolorida, que fue atacada a sus espaldas, saqué mis garras, mis colmillos, agarré al culpable y lo llevé arrastrado a su cuarto. Sus ojos me miraban aterrados mientras cerraba la puerta y lo alejaba de la ira que sentía. Afuera, sola, me senté a llorar en el comedor. Ya sin colmillos ni garras, ya solo piel cansada de días sin dormir y fiebres y caos. Tanto dar y dar y dar. Minutos después salió de su cuarto y despacito llegó hasta mí, se subió a mis piernas, me dijo: distúlpame, mamá. No llores, cálmate mamá. Distúlpame. No dejé de llorar pero lo abracé y le besé el pelito mono. Se bajó y me señaló sus zapatos, vamos, vamos mamá. Los dos solitos, a caminar.
El brazo de la bebé ya no sale por la manga. Es muy angosta. Hace dos semanas el vestido le quedaba bien. Le hago daño. Sus alaridos resuenan en el cambiador del centro comercial. Hay que romper el vestido, reventar los hilos rojos y blancos.
El niño lanza un pedazo de pan al café que acabo de pedir. Mira cómo nada, mamá. El niño lanza un pedazo de pan al lago. Mira cómo se lo comen los peces, mamá. Miro nerviosa alrededor.
La mano pequeña del niño aprieta el tubo de crema antipañalitis. La crema se pega en sus dedos, se derrama y mancha el tendido de la cama.
El llanto de la bebé no me deja encontrar el jean bajo las montañas de ropa tirada. Paso minutos y minutos dando vueltas por el clóset, pisando los escombros del día.
Mamá, cárgame, cárgame. ¿Qué me das? Un beso.
El niño me pide que le vuelva a contar la historia del insecto-mariposa-murciélago-que-tiene-pico-y-vive- en-el-árbol.
En la bañera caben los dos. Conversan por primera vez. Sonríen y luego lloran.
El niño se recuesta en el mueble del balcón de los abuelos, pronto llegará el atardecer. Deja salir un suspiro: Voy a disfrutar el día, dice.
Hoy empecé a leer un libro que llevaba trece años esperando en mi biblioteca. Lo compré en una librería de segunda en Bogotá, recuerdo perfecto el momento: un centro comercial oscuro, una vitrina vieja y sucia rodeada de otras vitrinas iguales, todas con libros empolvados arrumados hasta el techo. Un señor delgado con bigote gris, camisa de cuadros azules, un palito en su boca, vale quince mil. Se lo dejo en doce para que lo lleve de una vez.
Me acompañaba un amigo, del que tampoco sé nada hace tiempo, que insistía que ese libro me encantaría. Metí la mano al bolsillo del jean, jugué indecisa con los billetes arrugados, sabía que si lo compraba tendría que irme caminando a casa.
Caminé a casa, una hora entre la llovizna, los rostros ocultos, los camiones que hacían saltar agua hasta la acera donde caminaba yo y conmigo el libro. Llegué mojada al apartamento donde vivía sola, me quité los zapatos y la chaqueta, acaricié al gato, puse con cuidado el libro en la biblioteca.
Me demoré trece años en volver a tomarlo.
Hoy no llueve. El sol cae sobre la ciudad, entra a golpes a la sala del apartamento y la pinta de amarillo. Mi hijo se recuesta en mi hombro, otro gato se acomoda en su camita, la bebé por fin se ha dormido en el coche y yo cierro un momento el libro y lo pongo sobre mis rodillas. Pienso en las Verónicas que he sido, regadas en tantos años, eligiendo libros que no saben cuándo leerán.
Pienso en esa chiquita, caminando a casa. Las gotas heladas sobre su cabello, los bolsillos vacíos de dinero. Le doy las gracias. Vuelvo a abrir el libro.
La miro y siento que la he visto antes. En otro tiempo, en otro lugar. Le gusta que le hable, aunque apenas tenga dos meses, sonríe con la boca muy abierta y yo siento que la he visto antes, juro que la he visto antes. No me pasó con Gabriel que llegó una mañana de diciembre y era tan nuevo, tan mono, tan ojiazul, tan una cosa que jamás habría podido inventarme. Gabriel miraba los árboles, las sombras, los ojos de los gatos.
Ella en cambio me mira y me mira, y creo que también siente que me ha visto en algún lado. Luego duerme toda la mañana, las manos extendidas sobre la cama, y yo la sigo mirando a ver si me acuerdo dónde fue que la vi.
Quizás es porque nos parecemos un poco o, mejor dicho, la bebé que fui se parece a ella. He pasado la vida, sin sospecharlo, repasando su rostro en álbumes de fotos reveladas de rollo y videos de VHS. Hace unas semanas papá me mandó una foto: mi abuela con una bebé entre los brazos. Mi abuela me carga a mí y al mismo tiempo a la hija que tendré 33 años después.
Qué extraño que ahora nos parecemos tanto pero seguirá andando la vida y cada día será más ella. Le dolerán cosas que no me dolieron a mí y la harán reír otras que tampoco, y la vida se irá dibujando en su rostro como un mapa diferente al mío.
El puente está quebrado, la madera podrida, las cadenas de los columpios se han reventado. Gabriel no nota nada de esto, juega y salta entre los escombros. En una esquina del parque, sentada en el pasto, hay una mujer, quizás menor que yo, quizás de mi misma edad, con el uniforme de algún almacén. Me mira, mira a Gabriel y sonríe.
—Es muy hábil —me dice mientras él intenta subirse al columpio dañado—. ¿Cuánto tiene?
Le digo que en tres meses cumple dos años, ella asiente y baja la mirada a su celular. Gabriel ahora se quiere trepar por las escaleras deshechas y yo lo persigo, le tengo los pies, me río con él. Noto que ella nos mira de nuevo.
—Yo también tengo una niña, pero tiene dos años y medio —saca el celular y me la muestra despeinada y mueca en su fondo de pantalla. Le digo que es hermosa.
Nos quedamos calladas.
—¿Es muy diferente? —le pregunto tomando turnos para mirarla a ella y a Gabriel—. ¿Los dos años y medio?
—Mucho, la mía dejó el pañal y la leche materna, en estos meses crecen un montón.
Gabriel repite la palabra ‘montón’ sin dejar de mirar sus manos en las escaleras que llevan al lisadero. Las dos nos reímos. Un viento que anuncia la lluvia comienza a a soplar.
—¿Y todavía le das leche? —me pregunta.
—Todavía —me río—, es muy difícil quitársela, Gabriel ama la teta.
Gabriel repite la palabra ‘teta’ al tiempo que se lanza por el lisadero y aterriza en el lodo. Ella sonríe, dice que me entiende. Yo pienso en las pocas personas a las que les podría decir esa frase sin que me miraran con extrañeza. Gabriel me estira los brazos, lo cargo apoyado en mi cintura.
—Yo a mi hija le expliqué muchas veces que la teta se iba a ir pronto —los tres nos sentamos en la silla de madera—, y luego por las noches le empecé a cantar y a acariciar las manos. Ella me pedía: mami, teta y yo le decía que la teta estaba cansada, muy cansada. Ella me miraba y te juro que me entendía.
—Te creo.
Los ojos se me han llenado de lágrimas, siento algo de vergüenza.
—¿Y a ti te dolió despedirte?
Noto sus ojos rojos mientras asiente.
—Pero ahora me pide: mami, mami, otra canción. Ya se duerme con mi voz en vez de la leche.
La lluvia ha comenzado a caer y Gabriel no tiene saco, me afano a a buscarlo en la pañalera mientras ella toma su bolso, lo pone en su hombro y se despide.
Le digo gracias pero no alcanzo a decirle por qué. Abrazo a Gabriel, corremos a buscar un techo bajo el cual resguardarnos y él se ríe, cree que estamos aún jugando.