
“Entonces, has venido hasta aquí para curarte” me dijo, dándome una pequeña palmada en el hombro. Sus ojos, cargados de tantos años, me miraban de frente. Creo que nadie, nunca, me había mirado con tanta sinceridad. Yo no supe qué responder.
Todos los alumnos de su clase habían ya dejado el salon, yo era la única que quedaba allí. Detrás de la ventana iba llegando la oscuridad de la noche.
Ella se levantó lentamente de su silla, temblando. Quise ayudarla, pero mientras luchaba contra mi torpeza, ella ya estaba de pie. Con su espalda encorvada, caminó hasta la puerta del salón. Luego, se detuvo y me miró una vez más.
“Quiero que sepas, Verónica, que escribir esa novela que tienes en mente te va a doler”, me dijo.
Y así, salió del salón.
Quisiera que entendieras, cuando te digo que hay algo diferente en la manera en la que la luz rebota contra las cosas, en la que el viento levanta las hojas marrones del suelo. La conexión a Internet, que siempre nos falla, no me alcanza para describirte las calles de este pueblo mágico, en cuyas las montañas encuentro castillos y en una esquina me tropiezo con la casa de Jane Austen. A veces, o casi siempre, me cuesta recordar que no estoy soñando.